Dice la dependienta de la ferretería, una mujer de belleza dominical, grande y espléndida, proporcionada en las partes visibles de su cuerpo, tras el mostrador, del tipo rubia teñida sin complejos y con esa sonrisa de haber disfrutado de lo lindo en sus vacaciones en La Escala
(sin glamour en su vestuario, porque eso está destinado a las pretorianas, que gastan tallas inferiores a la 40. Las pretorianas tienen algo de falso, de chica de pasarela, que autovomita después de cada comida. Se las detecta por su cara de espanto ante un delicioso donut. Se pasean a sí mismas con sus andares romanos, con sus cinturas de porcelana, sus largas piernas y su garbo famélico por el centro de la ciudad: Puerta del Ángel y aledaños, Paseo de Gracia, Ensanche y zona Pedralbes. Territorio comanche, que digo yo) que la plancha Mulinex que me va a vender es de lo mejor (36 euros), con dispositivo de vapor y todo eso. Me dice que sobre las arrugas eche primero el agua vaporizada (normal o destilada) y luego con el otro botón le dé al vapor y plis plas, un poco de habilidad y la camisa como nueva, y sobre todo, insiste de forma muy simpática, está dispuesta a venderme una tabla de planchar de las de agujeros, que esas son las mejores, imprescindible, oiga, ahora mismo no tengo pero vuelva otro día, si quiere. Y también me ofrece sus clases de cocina, en las que cada vez hay más hombres, afirma (y yo le digo, es usted capaz de venderme una lavadora cuando vengo a comprar una plancha, y ella responde, no tengo lavadoras que si no....) Una sirena como de fábrica de tornillos me despierta e interrumpe mi reparadora siesta. Me levanto como un autómata de papel cartón y me dirijo hacia donde más o menos intuyo que procede la mencionada intrusión acústica, sin saber muy bien, esa es la verdad, lo que estoy haciendo. Abro la puerta y me encuentro con dos individuos. Éstos sí parecen saber a lo que están. Son dos operarios de Roca Condal. Jóvenes incombustibles de buena planta, frescos como un bollo de pastelería a las 9 de la mañana. Parecen recién salidos de un cursillo de comunicación no verbal y compostura profesional. Y es que ahora se lleva lo profesional. Me miran, eso sí, impertérritos, al encontrarse con mi rostro soñoliento de bañista en paro y pinta de muñeco desmañado con pijama a topos. Creo yo que ni un marciano les alteraría de su misión: reparar la caldera de la calefacción, avería código 06, bolsa de aire, ellos dirán dónde (y yo seguiré sin enterarme de la misa la mitad. Somos los del gas afirman, con la misma contundencia que dos agentes de Matrix) Cuando firmo el "conforme", el más ajustado al tipo Matrix, es decir, el oficial primera reparador, se me queda mirando y me suelta, ¿oiga...? esto... ¿usted no es escritor... y publicó un libro, y quebró la editorial y tal y tal? ¡Bingo! (y compruebo, avergonzado, que como buen amo de casa desesperado de la vida, en la anterior avería debería estar necesitado de conversación, cariño y reconocimiento mutuo y, según parece, le endosé el rollo de mi último libro publicado, ese mismo cuyos ejemplares no vendidos reposan cuidadosamente ordenados en el cajón inferior de mi cama, es decir, que duermo sobre mi obra) * Charo, la dependienta de la Óptica Universitaria, trabaja hasta las nueve de la noche. (en la Óptica Universitaria, en la zona de Pedralbes, rompen precios y, además, oigan, ofrecen un trato personalizado, marcas de prestigio, etc. Ideal para llegar al final de mes, parados, funcionarios, ascensoristas y gente poco productiva en general) y, sin embargo, ni un rastro de fatiga en su rostro (deben hacer turnos, me digo yo). Cuando escucho ¿Señor Montfort, por favor?, percibo en mi interior una agradable sensación de cliente preferente. Ni un atisbo de sorna en sus ojos cuando le cuento que justo cuatro días antes de iniciar las vacaciones se me cayeron las gafas de la mesita de noche y se cascó un cristal por 143 euros, y tampoco la esperada sonrisa burlona cuando le confieso que, quince días después, en plenas vacaciones, y después de practicar el sexo en el páramo selvático del Baix Ebre, aplasté con mi pie, talla 43, el otro cristal por valor de 90 euros (admiren la diferencia). Charo no me llamó Señor Gafe, dijo Señor Montfort. No me digan que no es de agradecer... (un alivio, la verdad, la autoestima a veces se quiebra por nada, una gota que desborda el vaso, un teléfono que no acaba de sonar, un silencio donde no cabe ni tu propia voz, una caída de la bolsa, un contestador que chirría ante una voz cicatera e indecisa, un exceso de torpeza con el coche por valor de 180 euros, todo eso que intentamos en vano que conste en acta como fruto de la mala suerte) Algo ha cambiado, sin embargo, en este país, porque el operario de la lavadora se presenta, al día siguiente del aviso, previa atenta llamada a mi teléfono móvil. Su maleta es digna de un ejecutivo de alta graduación. ¿No carga el agua? Hummm... Pero el motor funciona, digo yo. Hummm... responde él, mientras maneja la lavadora, con igual pericia y agilidad con la que yo conduzco mi mando a distancia. Comprendo que el segundo Hummm quiere decir, más o menos, déjeme tranquilo, yo a lo mío y usted a lo suyo, oiga, soy un profesional. Percibo también una cierta decepción por no encontrarse con la habitual ama de casa que le acribilla a preguntas y le cuenta lo bien que iba la lavadora hasta que regresó de vacaciones y patatim patatam, por eso lo dejo en paz. ¿Somos profesionales, o no?

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