Otoño de desarreglos y traslados, calores y lluvias torrenciales, presagios que andan por ahí en forma de nube, con calzado nuevo y pipas de la paz. Clima suave, ni frío ni calor. Estallan guerras en la paz del televisor. Y, claro, más allá está el tiempo.
Lo dijo Boris Vian en una de sus novelas: El tiempo es un engaño, señor Bull. El tiempo real no es mecánico, no está dividido en horas iguales..., el tiempo de verdad es subjetivo..., se lleva dentro. Claro que este otoño, con todo lo que lleva dentro, más bien parece que esté ahí fuera, en el intestino grueso, que es donde guardo las cosas de las que no me acabo de fiar. Otoño de los desarreglos, para marcharse, claro, si no fuera por Atxaga (Un hombre solo, un libro que te atrapa poco a poco, en el que te acabas inmiscuyendo, sugerente ese emparejamiento dialéctico entre acción y discurso mental de su protagonista, Carlos), y por Allende (La casa de los espíritus, un libro que te atrapa al instante, con sus olores, sus colores y sus alquimias, mágico transcurso de la saga familiar de los Trueba), y por Landero, desde luego (Juegos de la edad tardía, un Quijote de bolsillo, en el que ni Sancho falta, aunque ande de mujer; un libro que empieza con aires surrealistas y acaba planteando brillantemente la confrontación platónica fundamental, todo ello ayudado de una espléndida intriga), sí, tres libros que me hacen compañía en este noviembre inhóspito y nublado, sol y sombra a veces, que me acompañan simultáneamente en el metro, en la parada del autobús, en la consula del dentista, en el sofá, en la mesita de noche. Buenas lecturas para un otoño que cabe en la agenda de un niño, todo lleno de nubes y garabatos. Se lo diría a mi librero (la suerte que he tenido en escoger esos libros precisamente) pero a él coño que le importa mientras se vendan. En momentos así siempre acude Phil Collins en mi ayuda, con sus perezosas baladas tipo Both sides story. En el interín, escucho por la radio a Isabel, su inocencia agónica, y salgo corriendo a comprar Escucha, Paula. Y todo esto una vez finalizada la lectura de William Golding, El señor de las moscas, la historia de un grupo de niños perdidos en una isla desierta y obligados a sobrevivir en plan precario. Como en a novela de Julio Verne (Dos años de vacaciones) pero al revés, es decir, en plan mala leche, como debe ser. El revés de la trama es como en Sarajevo: un caballero europeo disparando a niños desde su terraza. Pim pam fuego. Recibo cartas de gente muy ocupada, claro que siempre están los Rolling Stones, Woodo Longe, para consolarme de tanto corresponsal abocado al fracaso. Es muy fácil: colocas el compact en su cajita plana y pulsas el botón con la flechita. Y a las seis ya es prácticamente de noche, y la luna se aloja precisamente en la esquina superior derecha de tu ventana, luna llena, por cierto, un tanto deshilachada en su lado izquierdo según se mira desde aquí abajo. Y nadie aulla, sólo Richards. Es fantástico este hombre.
Recibo una llamada de mi madre, esa mañana se la pasó llorando en soledad, itinerario exiguo: de la cocina al televisor y de allí a las plantas de la terraza, sí, hay días en que nadie llama por teléfono. Claro, pienso yo, el corazón en un puño y la tarde colándose por el agujero del lavabo. Noviembre a veces es triste aunque se empeñen en colgar tan pronto las bombillas de navidad (como si te recordasen: no te olvides de comprar los regalos). Busco finales rebuscados para mis cuentos, tan rebuscados que la mitad del respetable no los entiende, y así vamos, a veces la ficción es un descanso, eso es cierto, a veces la poesía (dicho así parece hasta ridículo) es un puñetazo en la boca, un sueño o una película, por ejemplo, La teta y la luna. Otoño de cenizas y tardes agónicas. Un otoño, además, extraño, aunque (¿quién me lo iba a decir?) escuchar a Verdi me resulte relajante. Deambulo por unas galerías, donde Pilar, ese extraordinario vigor, te preguntas de qué envidiable pozo extrae esa agua, y es que la felicidad (además de una entelequia abstracta) nunca es igual para todos. Porque unas veces me siento cronopio y mi autoestima reflota un poco más, no demasiado, esa es la verdad, claro que otras veces me siento podridamente fama, y me estremezco, ya saben, la verdad, no hay nada peor que una fama con espíritu de cronopio, eso es para joderse. Según los definió Julio los famas son unos tipos conformistas, bien adaptados a todo, camaleones urbanitas. Y la verdad es que uno, a estas alturas de la vida, no sabe que es peor, si el remedio o la enfermedad. |