Puestos a confesiones sobre pequeñas miserias personales, ahora que tanto se estila la falta de pudor, dejaré dicho por aquí que una duda materialista / ética me atormentaba: ¿Habré hecho bien contratando el cable? Es verdad que me permite pasar de un lado a otro de ‘LITERATUYA’ con una agilidad que, ciertamente, no tenía antes. Pero es que con el paquete del cable para Internet venía también el acceso a una serie de canales de televisión, y por ahí aparecen las dudas que, entre otras de mayor enjundia, me corroían:
Somera relación de dudas corrosivas: ¿Era productivo económicamente que siguiera acoquinando el coste de la suscripción del cable para tener acceso a una serie de señoras raras, nada atractivas, leyendo el tarot a unos oyentes se diría que radiofónicos, ante un decorado de un mal gusto supino, con tendencia esotérica? ¿Y para poder acceder a la visión de una serie de personas aparentemente sin alma, talladas con el mismo patrón, que se entrevistan hasta la extenuación, y que figura que sacan la punta a los aspectos económicos de la vida, mientras que unos números sobre cotización de empresas y evolución de índices bursátiles aportan un colorido destellante? ¿Y para poder acceder a canales británicos, alemanes, europeos, etc, cada uno diciendo las mismas noticias, en idénticos y acartonados informativos, pero en sus respectivos e ignorados –falta de cultura que reconoce uno- idiomas?
La respuesta, estaba claro, era que no era en absoluto productivo, porque, salvo en momentos extraordinarios (como tras los atentados del 11 de marzo en Madrid: ¿quién nos iba a decir que íbamos a tener que seguir otra vez la actualidad a través de la BBC?), esos canales no se ven... Es decir: que me preguntaba lo de la productividad, pero sin llegar a corroerme del todo por la preguntita.
Me corroían por dentro otro tipo de preguntas. Concretamente, si había sido oportuno ampliar la oferta audiovisual a escoger ver desde el sofá. Es decir: venga dibujos animados, cantidad de películas –la mayoría recientes y norteamericanas- y series y más series, que devoran mis hijas sin solución de continuidad. En los casos en que aparece algo que se aparta de la norma –un documental sobre algún hecho histórico de interés, alguna película antigua y/o atractiva-, como esa oferta se suma a la de los canales que no son de pago, la oferta global tan enorme acaba por relativizar el interés de su visión, y se acaba dejando escapar algo atractivo a cambio de la visión parcial, insatisfactoria, de cantidad de cosas de interés dudoso o medio.
O sea: que tanto económicamente como por cuestión de salud mental familiar, estaba claro que había cometido un error introduciendo un diablo consumista (y aquí lo del consumo en su definición más completa) en casa.
Pero hete aquí que el otro día, por TCM (para los no enterados: “Turner Classic Movies”, según Teresa uno de los negocietes del antiguo novio de Jane Fonda), pasaron un programa dedicado a Ingmar Bergman, que me ha dejado sin argumentos en contra, porque me ha hecho amortizar de golpe el coste en que he incurrido por lo del cable, y porque ha variado radicalmente el sentimiento tan adverso que iba acumulando.
El milagro es un doblete maravilloso: Intermezzo (Gunnar Bergdahl, 2002) y Sarabanda (Ingmar Bergman, 2002). Ambas devuelven la ilusión de reencontrarse con un cine y una persona de una agudeza que se creían desaparecidos para siempre. No sé si a algún cronopio de “Literatuya” le pasará, pero como veo que muchos son ya talluditos, lo explico, en busca de identificaciones cómplices: Hará unos años me sorprendía de los estragos del tiempo que, de sopetón, acusaban personas que siempre había tenido muy presentes, llegando incluso a aquella frase tan fuerte de Truffaut, quien comentaba que en su agenda iba tachando los nombres de los que se iban muriendo, hasta llegar al terrible momento de la constatación de que había más tachaduras que otra cosa. La frase la dijo durante la campaña promocional de La Chambre Verte, posiblemente su mayor fracaso comercial, lo que demuestra una vez más que la gente no está por aquí, por Occidente, para oír hablar y pensar en todo esto de la muerte.
Pues bien: resulta que Ingmar Bergman no sólo no forma parte de la relación de nombres tachados, sino que está más vivo que muchísimos de nosotros. Y eso es motivo de, por una parte, una sorpresa grande, y, por otra, de un alegrón notorio.
La demostración de que está más vivo que nunca es, como decía, por partida doble. Por un lado una maravilla de entrevista, a fondo, rodada por Bergdahl, y, por otro, una extraordinaria película que, según Bergman, habría podido ser también obra de teatro o programa de televisión: Sarabanda.
El que Bergman esté vivo, no obstante, no obsta para que siga en sus trece de tocar a fondo los temas que importan realmente. Es más: ¡por eso digo que está vivo!
En Intermezzo, GB y su equipo le preparan el “set” de la entrevista, y él protesta (“¡No me haréis sentar ahí!”), y pasa de ser el entrevistado a entrevistador. Y así quisiera uno a todos los entrevistadores, y no esa cosa perpretadora de lugares comunes que tanto abunda. Puesto que la entrevista es sobre cine, arranca preguntando a su entrevistado -inquisitivo, curioso, expectante-, cuál fue la primera vez que fue al cine, y qué recuerdos íntimos le quedan de esas experiencias primerizas. Como da por aprobada la respuesta, profundiza más, añadiendo sus propios recuerdos, y así. No sigo. Sólo decir que a todo amante del cine, aunque no conozca los nombres de los realizadores suecos que se nombran, seguro que le entusiasma la entrevista, que permite además vislumbrar a un Ingmar Bergman atento a la actualidad, viendo en su sala de cine particular una película diaria (...).
Pero no todo son duelos dialécticos, y exhibición de inteligencia. También está por ahí la obra. Sarabanda es una intensa miniatura –pocos pero buenísimos actores, dos o tres escenarios, actos separados por rótulos a modo de títulos- que dignifica y hace ver lo que podría llegar a ser una televisión bien empleada. Es una durísima pieza maestra, que habla de la vejez como ninguna otra, porque está hecha por un hombre instalado en esa misma vejez, una vejez que pocas veces se muestra tan lúcida...
¡Gracias por seguir existiendo, IB!
de Juan Manuel García Ferrer
Arcadia también esta noche

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