Los espías me siguen por todas partes. Aunque me comporto
como todo el mundo, ellos entrevén que soy una insurgente,
diferente a las masas, a pesar de que intente hacer lo posible por
disimularlo. A simple vista, mi vida parece que transcurra igual
a la de todos los demás.
En el patio de la escuela hablo con las madres sobre los niños,
sus clases de sport, e incluso alguna vez voy a tomar café
a sus casas. Comento la nueva moda con las amigas, la ropa que me
he comprado, y me disfrazo como una más. Realizo a conciencia
el trabajo que se espera de una buena ama de casa, limpio, pongo
la lavadora, plancho, llamo a alguien por teléfono. Me dejo
ver en el supermercado, saludo efusivamente a la cajera, paso ruidosamente
por los pasillos con el carrito de la compra, una y otra vez. En
la oficina converso con mis colegas sobre las últimas noticias,
soy especialmente agradable con los clientes, siempre con una sonrisa
en los labios. Pero los espías están, ojo avizor,
al acecho en la esquina, agazapados entre la maleza, para sorprenderme
“in fraganti”. Cuando leo literatura o poesía,
cierro las tupidas cortinas hasta no dejar entrar ni un diminuto
rayo de luz. Por la noche, utilizando un código secreto,
me conecto a internet para comunicarme con las personas repartidas
por todo el globo terráqueo que perciben las cosas con la
misma intensidad, siempre cuidadosamente, sin hacer ruido, sin llamar
la atención.
Visito regularmente a la familia, voy a aburridas fiestas de cumpleaños,
allí tomo café, como tarta de aniversario, me río
de los chistes antiguos que he escuchado miles de veces. Mantengo
conversaciones que no me interesan, sobre los impuestos, el coche
nuevo, y buenos trabajos. Leo revistas “glossy” y del
corazón, hablo de todo un poco con los vecinos, miro los
programas concurso de la tele con el fin de despistar a los espías
de Orwell, pues estoy convencida de que han recibido un duro entrenamiento
en el extranjero para descubrir al instante cualquier falta del
enemigo. Me pongo los auriculares y escondo las fotos subversivas
de las tapas de los cd’s cuando escucho música prohibida.
Subo el volumen del sonido al máximo y abro la puerta del
jardín de par en par cuando pongo música permitida
por las leyes.
Sin embargo, cada día me resulta más difícil
llevar esta doble vida. Sé con certeza que algún día
me descubrirán y que pagaré un alto precio. Pero en
el fondo, no me importa en absoluto, pues una vida en la que concibes
un mundo asombroso al que pocos tienen acceso ya vale la pena de
por sí.
©
Rosa Mora
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