Desde mi herida
EL CALOR DEL DINERO
de Daniel Verdú
Para los que visiten una gran ciudad por primera vez, aparte de
las deslumbrantes luces, otros fenómenos menos luminosos
deberían llamarles más la atención, como lo
que sucede por las noches en los cajeros automáticos de las
entidades bancarias, apartamentos de una sola habitación
que los dueños del dinero han regalado a sus amantes más
lascivas, las máquinas expendedoras de billetes; antaño
a las mantenidas se les ponía una mercería, ahora
un cajero bien seguro.
Visitadas multitudinariamente de día, las máquinas
son exhibidas sin pudor por sus dueños como los animales
en los zoológicos, pero con la diferencia de que aquí
sí se permite dar de comer a las bestias, que se nutren de
plástico y defecan al instante agradecidos papeles de colores,
un tipo de excremento ideal para abonar la enredadera de la codicia
que crecerá entorno a nosotros hasta taparnos la visión.
Con suma facilidad, consuma felicidad. Todo idílico, de no
ser –siempre alguien tiene que aguar la fiesta– por
los que no pueden permitirse el lujo de alimentar a las bestias
al no tener ni para ellos.
Podría pensar algún ingenuo que acaso el capitalismo
feroz ha acabado por mostrarse misericordioso con los indigentes
y, por el reconcomio de haberles quitado todo, ha creado realmente
esas habitaciones gratuitas parar darles abrigo en los duros inviernos;
pues cuando caen las noches frías, se mudan cual plaga bíblica
con sus escasas pertenencias y sin invitación alguna a pernoctar
en los cajeros automáticos haciendo compañía
a unas máquinas que no se lo agradecen aunque tampoco se
lo reprochan. Pero, no nos engañemos, este beneficioso uso
indebido sólo debe considerarse como un efecto colateral,
se refugian al regazo de un témpano de hielo para sentir
el calor del dinero que no tienen. La miseria es fría.
© Daniel Verdú |