En principio yo diría que es la escena más alejada de lo que predican José Luís Guerín, el propio Érice, los más puristas, de lo que debe ser el cine. Una secuencia infográfica, desfile de carteles cinematográficos, para más oprobio impulsados por una banda sonora elegíaca “in crescendo”. Imperdonable.
Y, sin embargo, uno, que ya debiera estar curado de cosas de éstas, y que no debiera dejarse convencer por semejantes mecanismos, pues confiesa que se emociona con esta escena hasta quedar cercano al llanto. Y que es la primera secuencia que me surge en la memoria al pensar en esa maravilla que es “La morte rouge” (Víctor Érice, 2005).
El secreto de todo este conjunto de cosas extrañas, inconfesables, creo que debe encontrarse, por un lado, en la sinceridad de Víctor Érice y, por otro, en una cierta confluencia de pasiones, aunque éstas últimas, en lo que a mí respecta, cada vez se escondan más, estén más enterradas. Por partes:
En la extraña (a)conversación entre Víctor Érice y Abbas Kiarostami, con Alain Bergala y público interpuestos, que abarrotó el auditorio y aledaños del CCCB a principios de febrero, Víctor Érice acabó de una forma que él mismo quiso que sonara trascendente. Hablando de la huella de una pisada en la playa frente al Kursaal de San Sebastián, que las olas del mar borran hasta hacerlas desaparecer en el cierre de “La morte rouge”, dijo en tono concentrado y solemne: “Esa huella era la mía”, y lo repitió, en tono más bajo, reconcentrándose en sí mismo aún más. Bueno: por si no quedaba más que claro en la película, en todos esos 25 minutos está hablando de él, de ese niño que fue descubriendo el cine, y rescatando unas cuantas imágenes penetrantes, convenientemente dramatizadas, hechas cine imperecedero, de ese mar que es lo único que resta permanente.
Porque imágenes penetrantes, de esas que pueden ser poderosas aún así evocadas, narradas de forma tergiversada y burda, como las que dan pie a todas estas “Arcadia también esta noche”, hay un montón en el mediometraje. Empezando por ese (pobre) aterrador cartero, portador de noticias de muerte, que se avisa patio de luces arriba a través de un incisivo silbato, hasta el piso donde, detrás de un armario, se esconde el niño Érice, no vaya a ser que esta vez le alcancen a él. O como esas imágenes expresionistas, sombras también aterradoras, extraídas magistralmente de “La garra escarlata”, seguramente en conjunto tan solo una anodina película de serie años 40 de Sherlock Holmes, sin nada más especial, a la que su título da ahora un realce inalcanzable. O esas fotografías del viejo Kursaal, con unos fantasmagóricos paseantes delante, que me recuerdan a las personas de esa otra fotografía de principios del siglo XX de un paseo junto al mar en una isla cercana a la de Guadalupe, ajenas a la ola gigante de ese maremoto que poco después iba a hacerlos desaparecer para siempre (“La Soufrière”, W.Herzog, 1976).
“La morte rouge”, que todo cronopio de bien debe correr a ver en el CCCB (hasta mayo 2006) o en donde pueda luego rescatarla, conduce a visiones mágicas que uno guarda muy dentro, como la de ese cine que aparece en “El sur”. Según cómo va bien ser tan desmemoriado y tergiversador de recuerdos, y tenerlo todo guardado como en nebulosa: ¿Era o no era el cine de “El Sur” el que encontramos en aquella ciudad del norte de España que visitamos hará ya más de quince años, aquel cine que aparecía como una visión extraña pero atractiva de los años 60, antiguo hacedor de promesas, escondido pero presente justo a la vuelta de una esquina?
de Juan Manuel García Ferrer
Arcadia también esta noche

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