Está escrito en letras de molde, ciertamente, pero no es una frase de esas para dejarla enmarcada en el despacho, detrás del escritorio, como si se tratara de una máxima del estilo de Sólo sé que no sé nada, o algo así.
Tampoco surge de un libro, sino de una publicación mensual. Pero si digo qué publicación mensual –Le Monde diplomatique, edición española, número de agosto, en el artículo de Dominique Vidal, Peter Linden y Benjamín Wuttke sobre “Los alemanes del Este, presos de la Ostalgia”- también puede llevar a confusión.
Es, en el fondo, una frase muy modesta, con una modestia tal que incluso está en parte recogida en una nota a pie de página, de esas de letra pequeñita. Una nota aclaratoria, sin casi más valor que ese, que me ha hecho volar hacia recuerdos insustanciales, de los que rellenan la mollera. Ahí va la frase:
(...) los Ossis escuchan cada día que “en la RDA no había nada rescatable, salvo la flecha verde (1).
Y, en la nota de pie de página, que, dada la extensión de los artículos de Le Monde Diplomatique, cae en realidad dos páginas más allá: La RFA copió de la RDA la flecha verde de los semáforos, que permite girar a la derecha cuando el tránsito está detenido por la luz roja.
Bueno: ya está leído. Supongamos ahora que algún literamío que pase accidentalmente por aquí sea barcelonés, o haya vivido bastante tiempo en Barcelona. Dándose este cúmulo de casualidades, puede ser que hasta le resulte evocador lo que sigue. A él, a su memoria sobre detalles nimios barceloneses, va dedicado inicialmente este escrito, que acaba en una reflexión tope profunda sobre la imposibilidad de aclarar los deseos sobre cómo debería ser el futuro, porque todo se presenta en estos tiempos extremadamente liado, y a uno llega a apetecerle únicamente gozar indolentemente de unas poquillas cosas, pensando que qué bien si esos momentos en que se está en ello, pudieran alargarse tranquilamente y sin secuelas, sin tener que caer en otras realidades.
La evocación barcelonesa es que al menos una de esas flechas verdes existió durante mucho tiempo en un sitio céntrico de Barcelona, en el cruce de Aribau con la Travessera de Gracia. Uno podía subir por Aribau y, llegando a la Travessera, dirigirse hacia la derecha aunque el semáforo general estuviera más rojo que un pimiento del piquillo. Y todo porque una rama luminosa que le salía al semáforo por su flanco derecho permitía la acción... si no fuera porque el atasco en el que se encontraba la Travessera de Gracia impedía esa y cualquier otra maniobra... hasta el lapso de tres discos rojos más. Hace no demasiado, el brazo del semáforo que permitía esta acción que tanto valoran los alemanes, hasta considerarla la única herencia válida de la República Democrática Alemana, quedó decapitado, ofreciendo un aspecto patético (del esqueleto metálico salían dos cables color aceituna, mostrando conjuntamente, ilusionados, una señal de la victoria que aún daba más tristeza a la imagen), hasta que por fin fue retirado definitivamente.
El recuerdo de la flecha verde lleva inmediatamente al recuerdo de otros semáforos barceloneses, que en su origen –hoy para mí absolutamente perdido- debieron proceder de algún viaje de un concejal franquista por alguna ciudad americana de los años cincuenta, o algo así. Me estoy refiriendo a los semáforos que lucían impresionantes en medio de los cruces de General Mitre con Muntaner y –creo- Balmes. Pintados de color plateado, eran de una extrema altura, en consonancia con la majestuosidad de la nueva vía y la modernidad del entorno. Pero lo más característico era que, auténticos jirafas, en su cumbre les crecía una pequeñita torre Eiffel, rellena de aros luminosos, uno encima de otro que, al irse apagando paulatinamente, permitían calcular cuánta espera aguardaba hasta que el semáforo principal, ya verde, diera vía libre.
Un recuerdo de estos semáforos, sin su aditamento superior, han quedado como testimonio olvidado en el centro de los cruces de la parte superior de la calle Urgell, en el tramo en que su sentido de circulación se invierte, dirigiéndose hacia el mar, en vez de hacia la montaña. Son semáforos antiguos, hermosos, un tanto solitarios allí en medio, donde tenían un sentido cuando las calles eran de doble dirección. Pintados del inusual y ahora antiguo color plateado, han sufrido periódicos ataques vandálicos, o no sé si artísticos, por parte de algún grafittero, como aquel que estampaba su firma, cual una cagarruta, en forma de enorme chupete.
Me gustan un montón esos últimos semáforos, y tengo miedo que las anunciadas obras del metro que va a circular por su subsuelo, o cualquier otra causa acabe con ellos. Ya es un milagro que continúen ahí, algo sucios y abandonados, sin que ninguna norma de seguridad o campaña modernizadora haya acabado con ellos. Pero el miedo es doble, porque igual, vete a saber, en vez de desaparecer, se ponen súbitamente de moda, y se hacen un irrenunciable elemento de identificación de la ciudad y, como tal, aparecen en guías y se hacen intocables, piezas adicionales del parque temático urbano. Sería, quizás, peor. Ni contigo ni sin ti mis penas tienen remedio...
de Juan Manuel García Ferrer
En letras de molde
Cómo preservar los semáforos de c/Urgell. Si se dejan, malo. Si se hacen famosos, pifiada.
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