Así entendí en una ocasión que podía traducirse Ugetsu Monogatari, la película de Kenji Mizoguchi.
Lo de "monogatari", que aparece por varios títulos japoneses, pronto pude deducir que debía corresponder a algo así como "cuentos". Como una demostración más de lo sintético y lo sincrético de todo lo oriental, tan enigmático y atractivo, pensaba que el "ugetsu" daba pie a todo lo demás?
Por una TV-2 ("el UHF", que decíamos entonces) que lamentablemente va perdiéndose en el recuerdo, entre ciclos de Nicholas y Satyajit Ray, de Mae West, de John Ford... pasaron una vez un ciclo de Mizoguchi. Poco preparado para recibir de sopetón, sin orientación previa alguna, una aportación tan exótica, imposible de pescar ni por asomo por un cine de entonces, rápidamente elaboré una vergonzosa clasificación de uso interno sobre el cine japonés, que debía obedecer, en realidad, a los dos divergentes estados de ánimo con los que, según el día, me enfrentaba a las películas del ciclo. Por un lado, estaban los japoneses nerviosos (distraído, sin pescar una). Por otro, los sabios orientales proveedores de placidez (concentrado, estando en sintonía). Sin ninguna duda, Ugetsu Monogatari formaba parte de este último grupo.
En realidad, la ubicación de los Cuentos de la luna... dentro del grupo del cine japonés de la placidez, se debía a una escena cuya belleza me dejó boquiabierto, y que es el motivo de estas líneas. Llegado un momento, la cámara, en exteriores, se ponía a girar lenta y majestuosamente. El giro por la vegetación llevaba, tras la vuelta completa, a un prado. En el prado, sobre una manta, o así me lo pareció entonces, dos amantes retozaban. Había pasado el tiempo, pero la felicidad continuaba.
Ahora, con tanto vídeo, D.V.D. y otras hierbas, puede desaparecer, de muerte violenta, todo recuerdo cinematográfico. Las cosas resulta que ya no son lo que eran, y, además, no hay excusa para mantener lo contrario. Aún sin todos estos avances técnicos de las evidencias homicidas, la lectura de uno de los libros de cabecera que se pueden señalar como impulsores de la pasión por el cine, el "Jean-Luc Godard por Jean-Luc Godard" (ese en el que podías leer por primera vez frases que se han asociado de por vida a la escritura cinematográfica: "Si la fotografía es la realidad, el cine es la realidad 24 veces por segundo"; o "Si el cine no existiera, Nicholas Ray, por sí solo, da la impresión de que podría inventarlo"), te avisaba, una vez repuesto de la emoción de ver que nada menos que Jean Luc Godard coincidía con ciertos de tus momentos estelares de cine, de que la escena en cuestión podía ir en realidad, quizás, por otro lado. Una visión posterior de la misma película te llevaba asombrosamente a la conclusión de que la placidez y emoción que trasmitía la cinta se hacía esperar, mientras que te ofrecía una escena distinta de panorámica, bella como la del recuerdo, pero diferente. Quizás es mejor no seguir. ¿Para qué ser estrictamente fiel a lo visto, leído? ¿Por qué salirse del recuerdo elaborado con paciencia a lo largo de los años, si es ese y no otro el que nos ha hecho amar al cine, a los libros...?
La escena de los Cuentos de la luna pálida tras la lluvia de agosto será en realidad como cualquiera puede verla en una videoteca, pero la mía era una escena de exteriores, como dicho, que mostraba lo que se distinguía desde una ladera de montaña. La cámara giraba, te hacía seguir el movimiento circular mientras te daba tiempo para apreciar la bondad del día y, por ende, la felicidad del momento, que se eternizaba hasta hacerla imperecedera cuando, tras el giro, aparecía, en medio de la ladera desde donde se había iniciado la visión, pero posiblemente mucho tiempo después, disfrutando de ese maravilloso día que no debería acabar nunca, la pareja de amantes. ¿Qué importa si lo que reflejan las películas, cintas, discos, es otra cosa?
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