Antes de Maica, la mujer con la que ahora vivo, y a la que tanto quiero, fueron dos mujeres torturantemente diversas las que ocuparon mi corazón, bastión que, después de varias devastaciones, he aprendido a defender con uñas y dientes, en la seguridad de que es el punto más vulnerable de todo ser humano. El corazón es tan inexplicable que a menudo no sabemos controlarlo. A veces nos parece que está loco y a veces que es lo más razonable que tenemos. Lo mejor sería que se redujera a su labor de motobomba, tan práctica, llevando la sangre de un lugar a otro, casi sin que lo notemos, y no a buscarnos, como acostumbra, una hilera de interminables complicaciones sentimentales.
Yo odio las complicaciones en general, pero particularmente las complicaciones sentimentales, que resultan a menudo irresolubles y dolorosas, y en las que uno tiene la impresión de ser un verdadero principiante. Sin embargo, son siempre aquellas cosas que uno más detesta las que acostumbran a frecuentar su vida con mayor asiduidad. Esto no es fácil de explicar pero, en el fondo, tampoco resulta sorprendente: las explicaciones rara vez tienen algo que ver con lo que pasa. A Sorkunde la conocí en mis tiempos de universidad. De pelo corto y ropa sencilla (vaqueros, camisas blancas y un zurrón de lona colgado a su espalda) era de la opinión no sólo de que el mundo podía cambiarse sino de que incluso merecía la pena hacerlo. En el colmo del paroxismo, acudió además al medio menos indicado para ello: la política. Sorkunde había peregrinado por diversos grupúsculos revolucionarios que abandonaba al poco tiempo por juzgarlos insoportablemente revisionistas. Realizaba pintadas, acudía a conferencias, e intentaba, en cualquier circunstancia en que viera a más de dos personas juntas, establecer insólitos sistemas de democracia participativa (y no representativa, como le gustaba puntualizar). Eso podría estar muy bien, yo no lo sé, pero resultaba bastante engorroso cuando Sorkunde, en plena excursión al campo, por ejemplo, formaba comités, planteaba mociones alternativas o exigía de los discrepantes declaraciones de autocrítica. El resultado de su democracia era que había que hacer siempre lo que ella decía. Desde entonces, siento un plácido sosiego cuando veo por la tele cómo mis representantes políticos, en los escaños, duermen la siesta de las cuatro o resuelven intrincados crucigramas. Sólo si los políticos son unos inútiles, pensé siempre, los demás estaremos verdaderamente a salvo. Que Sorkunde se hubiera emborrachado de política puede resultar extraño en un tiempo como el nuestro, en que todo el mundo siente la rara aspiración filosófica de tener un aparato de música mejor que el de su vecino; extraño, salvo que se viva en un país como el mío. Entre los vascos, contra todo lo imaginable, la política seguía siendo una oportunidad para la muerte (diablos, como si tuviera pocas). Y sin embargo, que hubiera dado cualquier cosa por Sorkunde durante aquellos años, no tuvo nada que ver con los sólidos principios que ella sostenía. Me atraían sus ojos negros y brillantes, la portentosa hechura de su cuerpo. Sorkunde era una mujer sólida, de carnes generosas, una verdadera matrona capaz de apaciguar con sus pechos el hambre de un ejército de bebés, o el hambre de otro tipo de ejércitos. Habría que añadir que su cuerpo rotundo no degeneraba en gorduras repulsivas. En un milagro que la naturaleza accede contadas veces a consumar, Sorkunde mantenía una prodigiosa proporcionalidad que la hacía completamente turbadora. A mí me resultaba difícil, desde que la conocí, evitar que mis ojos se clavaran en ella. Su sola presencia me molestaba porque me sabía condenado al gravoso deber de comportarme ante ella con esa indiferente naturalidad que, a fuerza de indiferente, resulta ser completamente antinatura. Me intrigaba el portentoso volumen de sus pechos, que ella velaba, sin éxito, bajo camisas premeditadamente flojas. Me devanaba los sesos conjeturando cómo se comportarían al aire libre (saludable ejercicio de imaginación intelectual, que todo hombre practica en los vertederos de su mente), elucubraba acerca de cuál sería su verdadero peso, forma y textura. Todo eso me parecía un enigma mayor y mucho más apremiante que, por ejemplo, el del sentido de la vida. Yo había teorizado algunas veces sobre aquello. El morbo que trasforma los pechos femeninos en un objeto erótico proviene de la casi absoluta imprevisibilidad de su estructura. No hay zona corporal que, al despojarse de armazones, sea más sorpresivamente diversa. La caída de un sostén es un hecho perturbador que pone en juego complejas leyes físicas: hay corrimientos de masas, compensaciones gravitatorias y, a la postre, una inédita configuración mamaria. Las dos bolsas soturnas, los dos planetas suspendidos en una órbita espacial, se arrellanan otra vez, se acomodan al nuevo status quo y nos revelan ese verdadero andamiaje que había permanecido sostenido por violentos contrafuertes interiores, y más desfigurado aún bajo varias capas de ropa, que iban suavizando, una sobre otra, su forma más o menos rotunda. Lo demás es siempre previsible, casi vagamente monótono. Diríamos estático. La caída de un sostén es sin embargo un hecho dinámico y que, resulte decepcionante o enceguecedor, nos parece tan irrepetible y personal como las líneas que caracterizan un rostro y lo hacen único. Conmocionado, turbado, enfebrecido ante Sorkunde, me parecía un verdadero crimen dejar pasar mi vida sin haber gozado de semejante prodigio, lo cual no es muy extraño si se piensa, como yo, que en la vida no nos dan demasiadas oportunidades para experimentar cosas prodigiosas. Me prometí a mí mismo seguirla a todas partes, vencer, tarde o temprano, la soberbia fortaleza de sus hombros, y cumplir sobre ella uno de los mandatos para el que, entre otros muchos, nos han traído a este planeta. Con Sorkunde era imposible llevar a cabo un plan urbano. El cine la aburría. Odiaba los pubs. Las cafeterías le parecían mojigatas. No se le pasaba por la cabeza imaginar que un coche pudiera ser algo útil. Yo veía en esas violentas aversiones la tenebrosa premonición del maoísmo más rural. Me imaginaba a Sorkunde feliz, en una granja colectiva, y yo, capaz de seguirla hasta allí, para compartir con ella días interminables de trabajo campesino, sólo por la recompensa de gozar una vez más de su cuerpo, por las noches, en la choza comunal.

|