Poco a poco, mis progresos en el euskera me iban acercando a los intratables pechos de Sorkunde. Y, sin embargo (Yo las complicaciones las olfateo a semanas de distancia: los presentimientos pesimistas son bastante más seguros que los otros), sentí que algo pronto iba a torcerse.
Sorkunde había terminado la carrera casi al mismo tiempo en que yo obtuve mi cátedra universitaria. Ella comenzó a dar clases de euskera en una academia. Así podía conjugar el trabajo con la realización de sus altos y sentidos principios nacional-revolucionarios. Sorkunde se sabía plenamente realizada. Y era verdad; ante la contemplación de sus turgencias, a mí no se me ocurría anatomía mejor realizada que la suya. Pero su profundización en la lengua me empezó a inquietar. Ya no utilizaba conmigo el ZUKA, segunda persona del singular, tan común entre nosotros, sino el HIKA, que yo, la verdad, jamás había oído en ningún sitio y que, a lo que parece, debían conservar en alguna aldea perdida del Pirineo. El HIKA era la forma con que los euskaldunes avanzados nos torturaban a los aprendices para que todo se nos hiciera más difícil, para señalarnos que, a pesar de los esfuerzos, no habíamos ganado nada hasta entonces, que todo era aún más complicado, tremendamente complicado, complicadísimo, y que todavía nos esperaban arduos años de estudio por delante. Yo me imaginaba que aquello no podía ir conmigo, pero noté cómo, al seguir utilizando ZUKA, el cuerpo de Sorkunde que, más o menos accidentalmente, ya había comenzado a tentar en alguna de nuestras noches de tienda de campaña, volvió a alejarse en leves centímetros pero que, de tan significativos, acababan pareciéndome abismos de kilómetros. Inevitablemente, con el fatalismo de saber que mis empresas seguían necesitando interminables mareas de esfuerzo, me introduje en la sórdida conjugación del HIKA, en la esperanza de que aquel fuera el salto definitivo. En mi ingenuidad, creí que el euskera, esa lengua de modestos campesinos y reglas endiabladas, ya no tenía secretos para mí. Todo el tiempo que mis clases de universidad me permitían, lo dedicaba a manejarme como un hábil espadachín en el euskera. Era necesario para acercarme a Sorkunde, para captar todas las ironías de su conversación, para no perderme en los vericuetos de su amplísimo vocabulario. De poco, sin embargo, me iba valiendo todo aquello. Sorkunde, con el rigor de una doctoranda, seguía introduciéndose en la maraña del euskera, rescataba para las conversaciones cotidianas palabras medievales, indagaba en la dialectología. Parecía escaparse delante de mí, con la implacable lógica de una aporía estoica. Cuando yo alcanzaba su nivel, ella había avanzado un poco más y, si yo reducía de nuevo las distancias, ella había dado otro paso, acaso imperceptible, pero que juzgaba suficiente para no considerarme ese auténtico euskaldún con el que quería compartir sus días y sus noches. Un día, repentinamente, Sorkunde me comunicó que había decidido pasarse al dialecto suletino, de sintaxis purísima y cerrada pronunciación afrancesada, vocales incomprensibles y sonidos guturales. Que yo la siguiera en tan arduas conquistas me deparó la primera recompensa: en un caserío del valle del Roncal (yo temía que cualquier día la emprendiera con su dialecto peculiarísimo y olvidado) di el primer repaso a sus pechos, dos enormes bolsas con forma de gotas de agua a punto de caer, que terminaban en botones color chocolate, dulces como onzas deliciosas. Sorkunde, vasta como una madama de prostíbulo, enérgica como una etxekoandre nacional, se me había subido por completo a la cabeza. En plena paranoia, decidí darle una sorpresa, un auténtico regalo con el que vencer definitivamente su resistencia. La emprendí con Leizarraga, un pastor protestante que en el siglo XVI tradujo la Biblia al euskera. Su complicado verbo había desaparecido hacía cuatro siglos. No importaba. Nada importaba por Sorkunde. Comenté con ella, en mi suletino, que ya iba progresando, cómo la había emprendido con aquella versión extraña de la lengua y la estudiaba con furor. Sorkunde pareció muy impresionada. Una tarde oscura y lluviosa, cuando yo estaba en mi casa, colgado de unos anteojos, encima del Apocalipsis de Leizarraga, sonó el timbre de la puerta. Era Sorkunde. - Kaixo - dijo.
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