El despacho del notario Costacorta se hallaba en la antigua zona industrial de la ciudad, distante del centro, un lugar improbable para levantar un negocio de notaría, un despacho apartado entre la selva de antiguos almacenes de mercancías reconvertidos en aposentos de heroinómanos. Las calles eran anchas y sus márgenes estaban asaltados por grandes camiones inertes pintarrajeados con obscenos grafittis. El sol del mediodía hacía daño a los ojos. Flavio ocultó los suyos tras unas gafas ahumadas y comprobó una vez más que la dirección del notario Costacorta coincidía con el portal que había frente a él.
Hacía tres o cuatro días que Costacorta no se afeitaba, quizá también habría aflojado el nudo de su corbata el día que extravió la maquinilla de afeitar, quién sabe, y tal vez el lamparón sobre el bolsillo de su camisa no fuese reciente. Abrió la puerta hasta el tope que la cadenilla de seguridad permitía y curioseó al visitante. - ¿Flavio Colmeiro? El recién llegado asintió y Costacorta liberó la puerta de la ridícula cadenilla y ofreció a Colmeiro tomar asiento frente a su mesa. Rebuscó en los cajones mientras trataba de reproducir una canción de hacía dos décadas con un silbido discontinuo en tanto que los papeles que sacaba de los cajones se mezclaban y hacinaban junto a los que ya había sobre la mesa. - Disculpe, el trabajo se amontona. Sí, aquí está. De un sobre mugriento de color sepia sacó una cinta de video. Colmeiro no acababa de comprender por qué había sido llamado a ese despacho y qué tenía que ver con aquella cinta de video. - Un momento - dijo Costacorta mientras introducía la cassette en el reproductor - , a partir de ahora todo tendrá su explicación; todo se puede explicar ¿sabe usted?. Tras unos segundos se deshizo el color negro de la pantalla del televisor y apareció la imagen del rostro de Helena. Colmeiro se sobresaltó. Allí estaba ella, tras siglos de desmemoria; una cara no desconocida, un cuerpo menos negado aún. Colmeiro acercó su cara a la pantalla y apreció cómo un moretón emergía del pómulo de Helena, no tenía muy buen aspecto, quizá ese hueso estuviese roto. Costacorta se arrellanó en su silla y encendió un purito cuyo humo olía a vainilla, la bocanada de humo que exhaló envolvió el primer plano de Helena. Miraba atenta a la cámara, como esperando una señal invisible para hablar. Ella también encendió un cigarrillo. Ella fumaba rubio. - Hola Flavio. Espero que al notario no le haya llevado mucho trabajo dar contigo. Casi puedo ver tu cara de sorpresa. Puedo verla como si ayer hubiese acontecido nuestro último encuentro y sin embargo, ¿cuánto hace de ello? Ya ni te acuerdas, no serías capaz de responder sin pensar, sin dudar. Antes no dudabas, ¿recuerdas? - ¿Qué es esto? - preguntó Colmeiro al notario tratando de controlar su perturbación. Costacorta no respondió y apuntó con el mentón al televisor. - Esto, Flavio, es mi testamento, las últimas palabras que mías que recibes. Ya no existo, pero quiero demostrarte que el tiempo no te expulsó de mi memoria. Evidentemente, para ti no hay reservado nada material; no era eso lo que esperabas de mí, nunca codiciaste mi dinero, y quiero que sepas que eso lo aprecio. En cambio, te daré lo que siempre quisiste: una explicación.

|