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I CAN’T GET NO SATISFACTION
de Arturo Montfort

Elegí como asignatura optativa Introducción a la Sociología básicamente porque pretendía transformar el mundo. De entre mis compañeros de Bachillerato, era el primero en acudir a la Universidad y eso me situaba en una posición de cierto privilegio. Me sentía, para decirlo claramente, como el abanderado de mis compañeros del pelotón. Del pelotón de castigo, se entiende. Igual que Galileo mirando por el telescopio y exclamando, acto seguido, pero si muove. El descubrimiento del siglo.

Claro que cuando yo llegué la Universidad ya no era lo que sin duda había sido en otro tiempo. Muros pintarrajeados, bedeles venidos a menos (o sea, exentos de la autoridad que siempre les ha caracterizado), profesores escurridizos, incómodos, como avergonzados de que en sus aulas no cupiera un alfiler, individuos de la Policía Secreta esclavizados dentro de sus inefables gabardinas... Y alumnos cantores: alumnos que siempre acababan vociferando inverosímiles y airados discursos. Y además: envejecidos catedráticos eran expulsados de sus aulas; bellas señoritas se sentaban en las escaleras, en el suelo, encima de los pupitres; agitados jovenzuelos cuchicheaban en los rincones y se pasaban documentos secretos a hurtadillas. Nada sería tan absurdo como negar que todo aquello me pareció terriblemente interesante.

Fue a mediados de octubre de 1971, cuando, ya avanzada mi primera clase de Introducción a la Socilogía, un individuo alto y corpulento, de cálida voz aunque firme, disertó unos minutos sobre la tremenda injusticia del numerus clausus, exhortando a los allí presentes, imberbes muchachitos procedentes de Preu, aunque también repetidores impertérritos a sueldo de Moscú, a reunirnos, una vez finalizada la cosa de Durkheim y Saint Simon, justo a la entrada del aula. Allí comparecí yo, efectivamente, esperando instrucciones, sin nada mejor que hacer en esta vida que colaborar a la revolución de la clase obrera y campesina.

Eso ocurrió el viernes. Al día siguiente, sábado, ya me encontraba sentado en cuclillas sobre las frías baldosas de un apartamento, en la limítrofe del ensanche con la zona de Calvo Sotelo. Siempre recordaré la fotografía de esa tarde: la de aquella chica que hablaba en inglés y que iba y venía, descalza, de un lugar para otro; a mí mismo, aplicado y circunspecto, sacando del macuto unas notas redactadas a mano en las que desarrollaba algunas variantes de como movilizar a las masas estudiantiles; al tal Pablo, nombre de guerra, por supuesto, un veterano de primer curso, militante de la Organización Comunista Bandera Roja, mirámdome de reojo, como cavilando si yo era acaso un militante trotskista disfrazado de alumno novato.

Evidentemente, yo no era un militante trotskista disfrazado de alumno novato sinó, muy al contrario, un alumno novato disfrazado de alumno reivindicativo.

¿Quién me iba a decir a mí que mis primeros textos publicados lo serían gracias al apasionante tema del numerus clausus y que el procedimiento utilizado sería, no se lo pierdan, un vulgar papel de estraza? ¿Es necesario que describa mi éxtasis de autor correspondido mientras paseaba frente a mis textos, distribuidos con todo lujo de caligrafía y colores a lo largo de casi todas las paredes de la Facultad de Estudios Mercantiles, utilizada en usufructo por la entonces físicamente inexistente Facultad de Filosofía y Letras? ¿Se imaginan a un abigarrado sujeto de larga melena, vestido de negro como los pistoleros, como Jack Palance, el eterno malo del oeste, o como nuestros cantantes de protesta, provisto además del reglamentario macuto y un emblema hippy colgado del cuello, amuleto, todo sea dicho, comprado en Ibiza y que consistía en unos clavos de herradura engarzados en forma de estrella? Pues aquel sujeto era yo, naturalmente, paseándome por los pasillos que festejaban mi obra, más feliz que un chincho.

Porque, todo hay que decirlo, éramos tan ambiciosos como nos permitían las circunstancias. No sólo pretendía transformar el mundo, como había dicho el señor Marx; además había que cambiar la vida como había exigido el siempre joven Rimbaud.

Lógicamente, para Pablo, como buen marxista, la primera premisa, transformar el mundo, incluía la segunda, cambiar la vida, y, a la vez, la eliminaba. Por eso, y por que me sorprendía continuamente repartiendo mis poemas, líricos y nada políticos, por los pasillos de la Facultad, llegó a la deprimente conclusión de que yo era un poeta anarquista disfrazado de simpatizante comunista. O lo que era lo mismo, un desagradable, aunque necesario, compañero de viaje.

Ana María Moix contaba por aquellos días, desde aquella tierna fotografía de niña rebelde y traviesa que aparecía en su libro Baladas del dulce Jim, que cada uno de sus pies descansaba sobre un mundo distinto. Apuntaba, con ello, que el mundo dejaba de ser uno para ser de nuevo otro. Y, además, decía cosas como ésta: Las gaviotas volvieron al mediodía y bajo el sol nos asesinaron con razón: habíamos echado a perder la playa con tantos sueños.

Quiero decir que tampoco éramos tontos del capirote. Ni Ana María ni yo. Sí, sabíamos que estábamos dejando perdida la playa con nuestros sueños, pero tampoco sabíamos hacer demasiadas cosas más, esa es la verdad. Aunque yo estaba en lo mío, que ya habría tiempo para filosofar, así que después de leer aquel trhyller sobre las comunas alemanas escrito por José María Carandell, ya había decidido que viviría para siempre en una Comuna y que la promiscuidad y la bolsa común acabarían de una vez por todas con la propiedad privada de los medios de producción.

Eso fue el primer día de curso, lo del numerus clausus. El segundo día, tenía clase de Lengua. El profesor de turno, el doctor Carratalá, al que todos temíamos enormemente por su ya avisada severidad, lucía una barba valleinclanesca y un porte de dignidad decimonónica que daba el contrapunto a aquella jauría de mentes calenturientas que sólo pensaban en el amor libre y en socavar la nueva Ley General de Educación. Sí, esa ley que el entonces ministro de educación Villar Palasí intentaba endosarnos con la muy noble pretensión de modernizar la cosa universitaria. Aparentemente, el doctor Carratalá no mantenía especiales buenas relaciones con el materialismo dialéctico. Sin embargo, entroncaba con gracia y soltura la siempre difícil simbiosis entre la teoría y la práctica. Me explicaré.

Se trataba, en principio, de definir el concepto de oración gramatical, es decir, ¿cuál era la mínima expresión que puede definirse como oración? Y entonces, patatim, patatam, relataba las diferentes teorías al uso, ¡Viva Saussure!, para acabar sirviéndonos un golpe de efecto, sin duda repetido un curso tras otro. Eso ocurría, por ejemplo, cuando el bedel hacía su aparición, a las ocho en punto. Primero aparecía su mano y luego su bocamanga, con sus ribetes dorados de mariscal, y luego su calva, y finalmente su sentencia de cada tarde: la hora. Sólo pronunciaba estas dos palabras y siempre las mismas: ¡la hora! Carratalá, entonces, como iluminado por la ciencia infusa, nos requería de la siguiente manera: señores míos, ¿es ésto una oración? Y nosotros respondíamos a coro: sííííí. Claro que sí, aquello era una oración impersonal y elíptica que respondía perfectamente al siguiente significado: Doctor Carratalá, es la hora de terminar la clase, de que usted se vaya a descansar y de que estos macacos vayan a dar el coñazo a otra parte.

El primer día, Carratalá solicitó tres voluntarios para un ejercicio práctico de disquisición oral en público. Dos chicas se ofrecieron en seguida y yo fui el tercero, no faltaría más. Se trataba de subir al estrado y explicar, durante diez minutos, el contenido de un texto de libre elección por parte del alumno. Lo del libro era lo de menos, nos aclaró, ya que se trataba, básicamente, de que el alumnado analizara la dicción del ponente, la estructuración del lenguaje y todas esas mandangas que nos darían, finalmente, el pasaporte a la fama, es decir, la licenciatura. Pero yo no desaproveché la ocasión y elegí para tal evento La metamorfosis de Franz Kafka.

¡Lo que hay que hablar para aguantar diez minutos de parloteo! Diez minutos de reloj. Esto lo comprobé mientras ensayaba mi alocución sobre Kafka junto al paciente y sacrificado Alfonso. Alfonso poseía un corpachón elefántico y la paciencia del santo Job. Él era el mozo y yo el administrativo del almacén de materias primas de una conocida empresa de fotografía. Como decía, yo abusaba de su bondad obligándole a que hiciera las veces del imaginario público que debería escuchar extasiado mi brillante disertación sobre la novela de Kafka: Despertóse un día Gregorio Samsa convertido en un repelente escarabajo...,etcétera. Como venganza, cuando Alfonso me sorprendía dormitando, recostado sobre uno de los sacos de gelatina del almacén, se acercaba sigilosamente, entre escobas, mezclas y colorantes, y me atacaba con hilarante ferocidad arrojándome varias toneladas de papel higiénico marca El Elefante. El papel higiénico El Elefante venía envuelto en un papel de celofán de un tono amarillo chillón, aunque de baja calidad, con el simpático y gracioso dibujo del citado proboscidio.

Alfonso se reía de mí. Lo hacía sin malicia, su risa era ancha como la estepa y sonora como el trueno. Se reía del tal Kafka, de ese Marcuse y, por supuesto, de mis amigos Marx y Engels, pero, sobre todo, se reía de mí. Y lo hacía mientras sorbía su parte proporcional de agua mineral sin gas, ya que debía beberse dos botellas diarias, prescripción médica por un riñón que le daba la lata. Se reía dentro de su mono azul y su risa se vertebraba a través de su amplia panza para convertirse, así, en un eco dulcemente sarcástico. Los pobres seguirán siendo pobres y los ricos, ricos, yo trabajaré toda mi vida para malvivir y nunca tendré un Mercedes. Y tu te casarás, te comprarás un piso y un coche o yo no me llamo como me llamo.

Me decía afectuosamente. Desde Sócrates, no ha existido filósofo más lúcido que Alfonso.

Cuando el doctor Carratalá dijo, señor tal, haga el favor, yo me levanté, me dirigí al estrado y me senté en su butaca, mientras él se retiraba respetuosamente a un lado. Empecé nervioso, declamando con sagrado ímpetu aquello de Despertóse un día Gregorio Samsa convertido en un repelente escarabajo... Lo demás me salió de carretilla. Fue un éxito.

Así empecé mi universitario nocturno. Me levantaba a las seis y media para entrar a trabajar a las siete. Una vez en el almacén, extendía en el suelo el rollo de papel de estraza y sobre su superficie redactaba cuidadosamente, con mis rotuladores de colores, el correspondiente texto antifranquista. Todos convenían en que era un gran rotulista; sin duda, el mejor. Luego, conectaba el pequeño transistor y me quedaba adormilado, escuchando las insubstanciales aunque agradables canciones de Gilbert O'Sullivan y Roberto Carlos, sobre todo aquella tan surrealista que hablaba del Gato que está triste y azul. Y así hasta las ocho, hora de entrada del personal y, por lo tanto, la hora en que Alfonso me despertaba con el estruendo del papel higiénico El Elefante. Ese apretado horario me permitía salir a las cinco, con el tiempo justo para la clase de las seis. De diez a doce tenía tiempo de sobras para cenar, porque a las doce quedaba eternamente citado con Jesús en el centro geométrico de la Plaza de Catalunya. Descendíamos Ramblas ababjo y nos perdíamos en el maremagnum del distrito quinto, sordidez que elegíamos expresamente para finalizar con la moral bien alta la jornada. Y, luego, nos volvíamos andando a casa.

Ya dije que elegí como asignatura optativa Introducción a la Sociología porque pretendía transformar el mundo. Esa función transformadora exigía, sin embargo, otras tareas complementarias. Leerse a Marx y a Lenin, por supuesto. Y a sus divulgadores, Althusser y Marta Hannecker. Y, ay, también algo de Mao Tse Tung. Eso o la excomunión. Claro que si te bastaba con dar el pego, podías recurrir a alguna perita en dulce, del tipo Psicoanálisis y Marxismo de Marcuse.

Parecía todo una película de Sergio Leone, en la que los buenos eran los revolucionarios, los feos los revisionistas y los malos, claro, los fascistas. Aunque si en algo estábamos de acuerdo unos y otros, buenos y feos, era en que la práctica debía ir debidamente escoltada por la teoría. Todo ello, en definitiva, obligaba a constantes y fatigosas reuniones de comités de curso, intercentros y demás. Obligaba, por supuesto, a agudizar en todo momento las contradicciones del sistema, a promover asambleas reivindicativas y a visitar las zonas nada residenciales de la ciudad para depositar allí las octavillas aún calentitas. Esta tarea me fastidiaba más que otra cosa, ya que me imponía levantarme a las cinco para llegar a tiempo a la fábrica. A tiempo de esparcir las octavillas antes de que llegaran el capataz y los obreros. Éramos algo así como los frescos del barrio.

Ya en la recta final del curso, llegó la gran noticia. No, no había muerto Franco todavía. Ni las masas se habían alzado en armas contra las clases opresoras. Ni los vietnamitas habían acabado con el tío Sam. No, nada de todo eso. Lo que ocurría era que John Mayall actuaba en Barcelona. Aquella noche, primavera del setenta y dos, en las postrimerías del curso, por lo tanto, tuve que exponer en clase un abstruso tema relacionado con el Opus Dei y el franquismo. Repetí brillantemente lo que decía un documento amablemente facilitado por mi profesora de Sociología, Marina Subirats, de quien yo entonces no sabía (¡Que me registren!) que era la hermana mayor de Albert Subirats, quién, junto a Pere Marcilla y Pau Maragall formarían esa tríada del Club de los Poetas muertos, rememorada por segunda vez, no hace mucho, por Genís Cano y David Castillo en la Universidad Central de Barcelona (y que Literatuya recoge también) y me escapé con Jordi Gasch.

Jordi Gasch, alias Melvidius, era un compañero del bachillerato con el que había compartido juegos poético-florales, pasiones musicales y excursiones campestres al uso, pasando, claro está, por los habituales sueños juveniles, preferentemente el de hacernos mayores sin corrompernos demasiado. Teníamos dos preciosas localidades para el Palau. En el gallinero. Nos aposentamos los dos, satisfechos por casi todo: por continuar juntos después de tanto tiempo, por estar allí y en ese instante, porque venerábamos el Palau como el templo de todas las músicas y también porque era viernes y, probablemente, porque éramos muy jóvenes. Y, desde luego, porque allí, en el escenario, aparecería dentro de poco John Mayall, alto, rubio y desgarbado, con su imponente cabellera y su armónica colgada del cuello. John era el no va más del blues, la versión blanca y marchosa del gran John Lee Hooker. Pensábamos los dos, y no hacía falta decirlo, que recordaríamos aquella noche por mucho tiempo. Es decir, que ya de mayores careríamos en el vicio de pensar que aquella noche fue espléndida. Como así fue, por otra parte.

Allí, entre una multitud apretujada y ruidosa, vimos aparecer a John Mayall. Arrancó con Room to move, una canción emblemática que tarareábamos de memoria, porque esa canción poseía propiedades diuréticas: arrancaba siempre en el estómago, se filtraba por las venas y acababa dando tumbos en el corazón. Room to move era nuestro particular himno de la noche, pobres de nosotros que no conocíamos ni a Holderlïn. Room to move, decían los feos, no movía montañas, como sin duda hacía Mao Tse Tung, ni transformaba el mundo, como el tándem Marx-Engels, ni siquiera cambiaba la vida como pretendieron en su día los surrealistas con Lautréamont a la cabeza.

La cosa era así de simple. En realidad sólo teníamos dos localidades en el gallinero del Palau. No hacíamos historia pero sí rezumábamos satisfacción, como en la canción de los Rolling Stones. Satisfacción por casi todo: por continuar juntos, Jordi y yo, después de tanto tiempo, por estar allí y en ese instante, porque venerábamos el Palau, porque era viernes y, probablemente, por éramos jóvenes. Luego aparecería John y el Palau se vino abajo. Y una chica de cabello largo y blue jeans se sentaría al borde del escenario. Y dos policías con traje gris aparecerían, entonces, tratando de desalojar a la insurrecta y todo el Palau empezaría a rugir la palabra emblemática de la década: ¡Fuera! Y John, claro, nos daría la última satisfacción de la noche abucheando, a su vez, a la pareja policial, obligándola a hacer mutis por el foro. Y por eso te quisimos todavía un poco más, John. No en vano el curso agonizaba y eso empezaba a darnos qué pensar, que un curso académico transcurriera tan deprisa, que el tiempo no permanecía tan inmóvil como llegamos a pensar alguna vez. Todo lo contrario, el tiempo pasaría tan deprisa que, de todo aquello, al final, no quedaría casi nada aparte de montones de papeles y suplementos dominicales y películas y discos. Claro que hay cosas imposibles de reproducir, ni en 45 ó 33 r.p.m., ni en betamax o en uveacheese, ni en láminas de papel couché... Por ejemplo, aquellos morfemas y lexemas cosidos como hojas de afeitar, I can’t get no satisfaction. Cuando se podía leer, sílaba a sílaba, en el semblante de John Mayall, y en el nuestro, pero sobre todo cuando era pronunciada o, mejor, cuando resbalaba como un canto rodado entre las guitarras de los Rolling Stones. Cuando surgía como un aullido renqueante y mórbido por la irreverente, obscena y satisfecha boca de Mick Jagger. Esa palabra, satisfaction, que nos acompañaría hasta el más allá y que sólo nos pediría cuentas de Pascuas a Ramos.

 © de Arturo Montfort

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