La estiba se realizó del modo más discreto posible. Es más, corrieron rumores por el barrio marinero de Puerto Sudán de que el buque fue cargado de madrugada, tras el correspondiente soborno a alguna autoridad portuaria, y que los hombres que trasladaron la carga (unos pobres diablos traídos ex profeso desde el sur del país) fueron eliminados al terminar el trabajo. Nada había, sin embargo, que constatara estos rumores, pero cuando acepté convertirme en capitán me cuidé de que apareciera claramente en el contrato la fecha a partir de la cual aceptaba responsabilidades. Sobre el pasado de aquel buque todo era una niebla oscura, una niebla que era mejor no disipar en tanto mi sueldo fuera el que era, y en gran parte cobrado por adelantado.
Partí de Puerto Sudán después de haber completado una tripulación variopinta, como suele ser siempre la tripulación de cualquier barco. Atravesaríamos el Océano Índico, en dirección a Australia, aunque era muy probable que, según se dijo, a lo largo del viaje recibiéramos nuevas instrucciones. Mi contacto por radio con el armador era una voz de acento francés que nunca quiso revelar su nombre. Sólo protestó con vehemencia cuando le adjudiqué la nacionalidad francesa. Acaso fuera belga o suizo. Jamás logré que respondiera a esa cuestión, como nunca respondió, por lo demás, a tantas otras cuestiones. La responsabilidad final del viaje se diluía en medio de un intrincado laberinto de compañías navieras, sociedades marítimas y consorcios. El consignatario, se me dijo, era una empresa domiciliada en Sidney. Desde el buque era difícil saber, en realidad, a quién estaba obedeciendo. Fue a los pocos días cuando empecé a interesarme por la carga. Es lógico que un capitán esté informado acerca de la carga que transporta. Es algo tan lógico que ninguna ley marítima lo exige expresamente, pero razones de seguridad, las autorizaciones necesarias para recalar en los puertos, el riesgo de inspecciones, zozobras o naufragios, exigían aquel conocimiento elemental. A los pocos días me preguntaba, desesperado, cómo había aceptado aquel trabajo sin saber siquiera qué iba a transportar. Hablaba por radio con el representante del armador y exigía información acerca de la carga. Los depósitos estaban sellados, pero supuse que llegaría el momento de saber qué había dentro. - Eso no le interesa en modo alguno -respondía por radio la voz de acento francés. - Se equivoca. Soy responsable de este buque y de todo lo que contiene. Es mi obligación saber qué llevo en las bodegas. - Tenga fe. Me intrigaba aquella frase (aquella orden) que cerraba siempre nuestras discusiones. Me preguntaba qué tenía que ver la fe con el negocio del transporte marítimo, pero por radio era difícil llevar más allá mis exigencias. Me limitaba a navegar sin sobresaltos y ocultar esa inquietud ante la tripulación. Cada día iniciamos el trabajo, mantenemos o variamos el rumbo, comprobamos el buen estado de las bodegas, o al menos su cierre hermético y seguro. Atravesamos marejadas o surcamos una apacible mar rizada, pero nadie sabe aún qué demonios transportamos. Todo se ha convertido en una especie de grave imperativo moral, que uno acepta resignado aunque no conozca su sentido verdadero. Procuro mantener alta la moral de la tripulación. Les hablo de fe, que es lo que siempre hacen los hombres cuando no disponen de mejores argumentos. Por extraño que parezca, ellos me creen y continúan trabajando dócilmente, seguros de su paga, cobijados en la regularidad de las obligaciones diarias, una rutina casi acogedora que nos impide pensar en otras cosas.

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