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Presentación y fragmento de la novela
LAS CARTAS DE ANTIOQUÍA
de J.L. Caballero

 
 
Portada de la novela   Presentación de la novela

De la mano de Alicia Giménez Bartlett -la creadora de la inspectora Petra Delicado- José Luis Caballero, periodista y escritor, presentó en la librería LAIE de Barcelona su segunda novela, “Las cartas de Antioquía”, de Editorial Meteora. La redacción en pleno de Lecturas, con su directora Catalina Vidal al frente, y escritores como Aisha Mirò y Lorenzo de Médici asistieron a un acto que finalizó con una copa de cava y un animado coloquio sobre la novela presentada y la personalidad de Jesús de Nazareth.

LAS CARTAS DE ANTIOQUIA

José L. Caballero
Editorial METEORA. Barcelona
Precio: 18 euros.

Los manuscritos de Qunram y ciertas misteriosas cartas, sirven de base a José L. Caballero, redactor de la revista LECTURAS, para relatar en “Las cartas de Antioquía” una historia en la que Jesús de Nazareth y Judas el Cariote o el rey Herodes son vistos con una nueva luz. Se trata de una novela histórica atípica, un relato de espionaje situado en el Jerusalén de Poncio Pilato donde el centurión Cayo Séptimo Marcelo, al servicio secreto del Procurador de Judea, se ve inmerso en los acontecimientos de la época, obsesionado por un siniestro pasado familiar que tiene mucho que ver con la corrupción y el poder.

FRAGMENTO

I. LICIO MÁCULO

Al centurión Cayo Séptimo Marcelo le despertó un suave calorcillo sobre la mejilla, acompañado de un cercano y estruendoso cacareo. Abrió un ojo esperando encontrarse la lengua caliente y viscosa de Plauto, pero lo que le había despertado no era el perro, sino sólo un rayo de sol que atravesaba como una flecha el cuartucho y le hería en el pómulo, a sólo un dedo de su ojo derecho.
Permaneció un rato quieto, tratando de situarse en la borrosa estancia, reconociendo las paredes marrones y el suelo irregular cubierto de arena. Chascó la lengua, reseca como un sarmiento, y apoyó las manos en el jergón para hacer el supremo esfuerzo de levantarse. El mareo fue tan violento que tuvo que dejarse caer otra vez y darse un respiro.
La habitación donde despertaba el centurión ocupaba el primer piso de un edificio de dos plantas, de ladrillo cocido, en el centro de Jerusalén, a un tiro de piedra de la torre Antonia, residencia del procurador Poncio Pilato. Todo el mobiliario se reducía al jergón de paja sobre una tarima de madera sin desbastar, un par de taburetes y una mesa de sólido roble capaz de aguantar las sacudidas de las más pesadas jarras de vino, como las dos que había sobre ella en aquel momento. En un rincón, en el suelo, refulgía una abollada palangana de cobre y hacia ella se dirigió Marcelo trastabillando, con el intelecto todavía oscurecido por el vino y los malos sueños. Fue al notar el agua fría sobre la cara cuando acabó de abrir los ojos, agitados por la impresión, y cuando vio el cuerpo arrebujado en la cama que acababa de dejar, un bulto pegado a la pared bajo una capa granate. El esfuerzo por recordar quién diablos era y qué hacía allí no hizo más que dispararle un penetrante dolor de cabeza.
De pie, desnudo en el centro de la exigua habitación, tenía que permanecer con la cabeza gacha para no darse con el techo, pero eso no era ningún problema pues en aquel momento hubiera sido incapaz de estirarse en toda su estatura. El centurión Marcelo era un hombre joven, apenas había sobrepasado los treinta años, pero tenía ya profundas arrugas en la frente y alrededor de los ojos, fruto más del vino y las pócimas amatorias que de la dura vida militar. Un par de cicatrices, tajos de espada, le cruzaban la espalda, y otras menores, fruto de mil batallas y peleas, le adornaban el resto del cuerpo. Por lo demás, Marcelo era fuerte, de músculos duros y piel tan tostada por el sol que podía pasar perfectamente por un hombre del desierto, aunque no por judío, a falta de la circuncisión.
De un clavo en la pared colgaban sus ropas de paisano, el taparrabos de lino más viejo que él mismo y la larga túnica rayada, al estilo sirio. Se las puso con parsimonia, tratando de no perder el equilibrio, y luego se alisó los cabellos con las manos mientras se aproximaba hasta el lecho. No sentía demasiada curiosidad por saber con quién había pasado la noche, hombre, mujer o animal, pero el sentido del deber, o tal vez de supervivencia, le decía que sería bueno enterarse.
A pesar de estar de espaldas, se percató de que se trataba de una mujer: anchas caderas, unas nalgas poderosas, muy blancas, atisbadas bajo la capa, y un pelo negro y ensortijado, desparramado alrededor de la cabeza, que le tapaba la cara. En el fondo de su mente recordó algo parecido a un baño con vino y una risa escandalosa, pero eso fue todo. La mujer dormía profundamente y apestaba a vino, como seguramente él mismo. No parecía vieja, aunque tampoco demasiado joven, y la pintura de los labios, apenas visibles bajo las greñas, se le había corrido hacia abajo hasta impregnarle la barbilla.
Ya en la calle, el sol del verano era como un fuego ardiente colgado del cielo y el dolor de cabeza de Marcelo se hizo tan intenso que pensó que le iba a estallar como una sandía lanzada contra el suelo. El astro ardiente estaba a medio camino en el cielo y las calles, atiborradas de gentes dedicadas a sus cosas. Mercaderes, soldados de Herodes, siervos, esclavos cargados de bultos, ojos huidizos, cientos de pies descalzos, asnos llevados del ronzal y gallos, gallinas y cabras atronando con sus cánticos la mañana.
La taberna estaba abierta, así que se metió de cabeza en ella, se bebió de un trago un cuenco de cerveza egipcia y mordisqueó un trozo de pan mientras salía tambaleándose en dirección al palacio. Saltó con torpeza un charco pestilente, pero una mano le detuvo antes de ir contra la pared.
—¡Eh, Cayo Séptimo! —exclamó una voz de hombre pegada a su oreja.
—¡Por los dioses! No me grites —respondió cogiéndose la cabeza con las manos.
El otro rió a carcajada limpia ante el regocijo de los dos legionarios que le acompañaban. Obviamente, era un romano, con su túnica blanca y dorada, impoluta a pesar del polvo de la calle, y la toga colocada con gracia sobre el brazo, con su pelo de un castaño oscuro y lacio y, sobre todo, con la escolta de dos legionarios armados. En la mano, un pañuelo empapado en perfume le libraba de los mil olores de la calle y, de modo poco discreto, los soldados lograban alejar a empujones a cualquiera que pasara por su lado.
—Nunca pensé que viniendo de Quíos aguantaras tan mal la bebida —rió el romano—, aunque, a decir verdad, trasegaste tanto vino que se podían haber emborrachado todas las cortesanas de Roma. Por cierto... ¿Qué tal nuestra dama?
—¿La dama? ¡Oh!, muy bien —respondió Marcelo sin acordarse de nada—. Exquisita...
—Pues dice Plotino que es un poco violenta —le guiñó el ojo el otro—, claro que tú no tienes señales. A él le dejó clavados uñas y dientes en donde no quiero nombrar. Bien... me temo que tengo que dejarte, me esperan en el templo, si es que esta chusma me deja llegar.
Marcelo se alejó abriéndose paso entre el gentío, tratando todavía de recordar quién debía ser la dama en cuestión, aunque, a decir verdad, le importaba cada vez menos. Conocía perfectamente el problema; después de tres jarras de buen vino era capaz de acostarse con cualquier cosa que se moviera y a la cuarta entraba en un lapsus de memoria tal, que podía haber ido al infierno y vuelto y no recordar nada de nada. Espero que, al menos, me haya salido gratis, pensó.
Desde hacía tres años, tras lo que él llamaba su “campaña de Oriente” y que no era otra cosa que su paso por Antioquía y Quíos, Cayo Séptimo Marcelo había ido a parar a Palestina recomendado por un tribuno que había tenido que elegir entre mandar degollarlo o desterrarlo y, por no se sabe qué favor de los dioses, había optado por lo último, aunque Marcelo había dudado, nada más llegar, que la elección hubiera sido la más benévola.
Por suerte para él, había aprendido a dominar el griego, en varios sentidos, gracias a un esclavo de su padre y, con la misma o superior perfección, dos o tres dialectos sirios y algo de arameo. Lo suyo para las lenguas había resultado providencial; era un don, decía su madre, venido directamente de Mercurio. Y lo cierto era que no le resultaba nada difícil meterse en los entresijos de las lenguas bárbaras. Ser el séptimo, y último, de los hijos del tribuno Marcelo Probo, uno de los generales de Tiberio en las guerras germánicas, le había valido el nombre, Séptimo, pero también una buena educación con profesores griegos, así que aprendió a leer y escribir en griego y en latín con una facilidad tan pasmosa como la que tenía para dilapidar prestigio, dinero y amistades influyentes. De mal en peor por un lado y mejorando por otro, había acabado en la décima legión, la Fretensis, la más dura del ejército, de guarnición en Judea.

Bajo el sol inmisericorde, Marcelo alcanzó la calle de los tejedores. En su último tramo, la vía se ensanchaba un poco, antes de morir en la plaza frente al palacio del procurador. En la última tienda, Marcelo reconoció, regateando con el vendedor, a uno de sus informadores, un viejo desdentado llamado Josías, habitual de los mercados y de las puertas de la ciudad, al tanto siempre de todo lo que pasaba en Jerusalén o, en caso de andar falto de chismes, el mejor fabulador de la ciudad.
De la media docena de espías que Cayo Séptimo Marcelo controlaba para el procurador, aquel era sin duda el más inútil, el más omnipresente y el más pesado, pero, por alguna razón, Marcelo seguía soportando su presencia.
En circunstancias normales, el centurión se habría metido en el callejón seguido del viejo donde, a cambio de unas monedas, Josías le habría contado las últimas noticias del templo o de la puerta de Damasco. No obstante, el dolor de cabeza y la hora, tardía a juzgar por la altura del sol, no propiciaban un marco adecuado para una conversación que, en el mejor de los casos, ya le producía pesadez mental, ¡cuánto más con resaca! Así que pasó por el lado de Josías mirando hacia otra parte, pensando que, además, era un gesto inteligente por si algún espía del templo o de los zelotes los estaba observando.
Toda la discreción se vino abajo ante la puerta del palacio, cuando el centurión de guardia elevó la mano en el aire y tronó:
—Salve, Cayo.
—Salve, Cneo —gruñó Marcelo haciendo como que se tapaba los oídos—. ¡Por los dioses! ¿Has visto a mi perro?
—Llegas tarde hoy. Plotino ha preguntado por ti y no de muy buen humor. Tu perro anda por ahí hace rato.
—Sí —dijo Marcelo levantando el dedo en el aire mientras se alejaba subiendo la escalera—, es más puntual que yo.
El interior del palacio de Poncio Pilato era un prodigio de frescor comparado con el exterior. La ciudad, castigada cruelmente por el sol, expuesta a los vientos ardientes del desierto y sin nada fresco cerca que la protegiera, era como un horno, mediada la estación de las cosechas. En cambio, dentro del palacio, parecía existir una primavera perenne en la que el agua, saltando de la fuente, daba un murmullo propio del Olimpo.
En el cubículo donde Marcelo acostumbraba a trabajar, su joven esclavo, Antonio, ordenaba rollos y punzones. Hacía algo más de calor que en los pasillos o el patio, pero aún así el bienestar era infinitamente superior al del exterior. Sentado en el taburete de madera tallada, Marcelo cerró los ojos y se frotó la cara con energía; cuando los abrió tenía delante una copa de agua fresca que el sonriente esclavo le tendía.
—Lleva un limón exprimido —le indicó el muchacho—, te irá bien para despejar la cabeza.
—Me han dicho que Plotino me buscaba —dijo tras beberse el fresco líquido de un trago.
—¿Plotino, Marcelo? El procurador en persona ha venido hasta aquí, y cuando le he dicho que no estabas me ha premiado con un empujón y unas cuantas amenazas de acabar, tú y yo, en las galeras de Léntulo. O algo peor, creo recordar que ha dicho.
—¡Los dioses nos protejan! Léntulo tiene la costumbre de encular a sus galeotes, así que no se me ocurre qué puede ser peor. ¿No tendrás algo para beber que no sea ese brebaje que me has dado?
—¡Señor! Esto es el palacio del procurador. Uno no puede ir por ahí tomando jarras de vino.
—Nadie ha hablado de jarras de vino —dijo soltando un manotazo al muchacho.
—Así que estás aquí —exclamó otra voz bastante más desagradable.
Marcelo se puso de pie de un salto y el esclavo desapareció filtrándose como un fantasma a través de las paredes. El centurión respiró tranquilo cuando reconoció en la puerta, casi tapándola por completo, la enorme silueta del tribuno Publio Plotino Jasón, prefecto de la guardia de Pilato. Vestía de uniforme de pies a cabeza, con el casco bien encajado, el peto de cuero con la efigie de Tiberio César y las rollizas piernas envueltas en las tiras de las cáligas. Llevaba cogido del cuello a Plauto, el mísero can encontrado por Marcelo vagando por las calles de la ciudad. Por una de esas casualidades de la vida, Marcelo y Plotino habían servido juntos en Siria, pero mientras a él lo habían dejado como centurión, desterrado a un trabajo miserable en las cloacas de Jerusalén, a Plotino se suponía que le habían ascendido a tribuno y dado una cohorte, con lo mejor que habían podido conseguir de la décima legión, para guardar a Poncio Pilato. Aparte de una inmensa suerte, Marcelo no entendía qué tenía su antiguo camarada para estar más arriba que él en el escalafón, salvo quizá que aguantaba mejor la bebida y no solía olvidar con quién pasaba la noche.
—Me has dado un susto de muerte —dijo Marcelo sentándose de nuevo y acariciando al perro, que a su vez se había sentado a su lado—. Creí que era el procurador.
—Me ha mandado a buscarte, así que ya puedes aligerar. ¿Qué te ha pasado? ¿Demetria te ha succionado demasiado? ¡Ja!
—¿Demetria? ¿Aquella especie de ternera peluda era Demetria? —preguntó—. ¿La esposa de Marco Cneo Tinneo? —añadió bajando la voz.
La risa de Plotino se debió oír en toda la ciudad.
—¡Por todos los dioses! —exclamó Marcelo llevándose las manos a la cabeza. El dolor le volvió a traspasar de lado a lado y buscó desesperado algo que beber.
—¡Antonio! ¡Maldito seas, Antonio! —gritó—. ¿Dónde te has metido? ¡Por los dioses! Plotino, dime que no es verdad.
—Es verdad, vamos —le levantó del taburete tirando de él—. Tienes que ver a Pilato o nos despellejará a los dos. Además, no has de preocuparte de nada. Si el legado Tinneo tuviera que sacar los ojos a todos los que se han acostado con su mujer, te aseguro que toda esta pútrida ciudad amanecería ciega.

La música de arpa era algo que Marcelo odiaba. No había ninguna razón específica para ello. Tal vez porque en los burdeles de Antioquía o Alepo abusaban de ella y la asociaba a la resaca y a la bolsa vacía. Por contra, parecía que a Poncio Pilato le encantaba, como le encantaba que uno de sus criados, un maestro llamado Tasio, le recitara poemas de Homero o de Virgilio e incluso fragmentos de obras de teatro. En presencia del procurador, Marcelo nunca había nombrado a su perro, Plauto, pues las comedias del célebre autor eran las preferidas de Pilato. Eso sin tener en cuenta que, en Jerusalén, poner nombres a los animales era sacrilegio entre los judíos y de mal gusto entre romanos o griegos.
Había música de arpa en el aposento de trabajo del procurador. Una esclava joven, seguramente útil para otros menesteres, rasgaba el instrumento de un modo que a Marcelo le reprodujo el dolor de cabeza.
Detrás de una inmensa mesa con patas de madera labrada y tablero de mármol se erguía, imponente, la figura de Poncio Pilato. A Marcelo le impresionaba especialmente el despacho de trabajo del procurador y prefería mucho más los paseos por el jardín o las charlas bajo las columnas del patio central. Incluso alguna vez se habían visto en las escaleras del templo de Júpiter o en el mercado, entre la gente. Se lamentó de no haber estado en su cubículo cuando Pilato le buscaba, porque entonces la charla podía haber sido mucho más amable y en terreno más adecuado.
El procurador escribía, pues era de todos sabido que a Tiberio le gustaba que sus funcionarios y generales supieran leer y escribir. A su lado, un esclavo decrépito, con un ruido de osamenta parecido al de una vieja carreta, movía una gran palma sobre la cabeza de su señor. La luz entraba a raudales desde la gran terraza abierta a la plaza, la de las grandes ocasiones, y a la izquierda, tras una fila de columnas, rumoreaba el agua de la fuente y se oían risas de mujer.
Serio como una estatua, Plotino le condujo, cogido por el brazo, hasta el centro de la sala. Con un insoportable ruido de metal, saludó levantando el brazo y golpeándose el pecho, y rugió a grito pelado:
—¡Salve, procurador! El centurión Séptimo Marcelo, como has ordenado.
Poncio Pilato tenía unos ojos mortecinos y permanentemente aburridos que a Marcelo, no obstante, siempre se le habían antojado peligrosos. Durante la mayor parte del tiempo parecía como si una tela los aislara del mundo, cosa por otro lado necesaria para sobrevivir en el infierno de Judea. Pero en un instante podían cobrar vida y volverse de lo más agresivo, aún cuando Marcelo sabía bien que el procurador no era un individuo especialmente sanguinario, ni mucho menos como su superior Valerio Grato, gobernador de Siria e insomne perenne que gustaba de iluminar su jardín por la noche con rebeldes y asesinos untados en brea a los que prendía fuego. No, Poncio Pilato tenía entre sus mejores virtudes la de la discreción, y nada más lejos de sus intenciones que llamar la atención sobre sí con espectáculos tan atractivos. Lo mejor que nos puede pasar, le había dicho un día, es que en Roma no se oiga hablar de Judea ni de Jerusalén. Cosa harto difícil, según opinaba Marcelo, pues no había pueblo en el mundo más intratable e irritante que el judío, salvo quizá los astures de Hispania.
En el tiempo que llevaba entre los judíos, Marcelo había aprendido algo más que su lengua, o sus lenguas para ser exacto, puesto que hablaban arameo a cierto nivel y una lengua popular, el hebreo, entre las gentes más bajas. Había aprendido que intentar explicar a un judío los entresijos de la filosofía griega o el derecho romano era completamente inútil. No era sólo que no lo entendieran, era que, para ellos, el mundo era únicamente el templo de Jerusalén, las callejas de alrededor y la tierra que lo rodeaba, por ese orden. Y fuera de allí, no existía nada. Así como Roma tenía una vocación universal y había quien sostenía que todos los habitantes del Imperio debían ser ciudadanos romanos, para los judíos ser hombre era sinónimo de ser judío, luego, si no eres judío, no eres hombre. Así de simple. ¿Por qué crees que nos obedecen?, le preguntó un día Pilato. No nos obedecen, procurador, le respondió Marcelo, parece que nos obedecen; cuando estamos delante nos miran fijamente hasta que nos ponemos nerviosos y miramos para otro lado, y entonces hacen lo que quieren.
Y Marcelo estaba seguro de estar en lo cierto. Al fin y al cabo, adoraban a su propio dios, impedían el acceso a su templo a todo el que no fuera judío, celebraban sus fiestas, tenían su propio rey en Galilea, sus soldados, hablaban su lengua y eludían los impuestos. Así de simple.
—Dichosos los ojos que te ven, centurión —dijo Pilato clavando en él su mirada—. ¿Dónde estabas? ¿Te has pasado la noche acariciando algún muchachito y no podías ocupar tu puesto?
Hizo una seña y Plotino abandonó la sala con tanto ruido como había hecho al llegar.
—No me interesa que me cuentes nada —añadió el procurador levantando la mano—, si es que has pensado en justificarte, pero te advierto que la flota está de camino hacia Tiro y podrían necesitar remeros.
—¡Que los dioses te protejan, procurador! He volado a tu presencia en cuanto me he enterado de que me buscabas.
—Cierra ese pico de grajo de que presumes y escúchame con atención.
Poncio Pilato salió de detrás de la mesa. Llevaba uniforme del ejército, blanco y dorado, con la efigie del César en el peto. Era hombre de estatura media, delgado y de facciones afiladas. Las piernas, secas como las de un pájaro, le asomaban por debajo de la túnica, pero no daba en absoluto la sensación de fragilidad, ni mucho menos, antes bien conservaba en su persona, íntegra, la majestad del Senado romano. Llevaba en la mano la pluma de ave con la que había estado escribiendo y se quedó de pie, frente a la amplia terraza bañada por el sol.
—¿Qué hay de ese mesías?
—Nada nuevo... procurador —balbuceó Marcelo—. Sigue con sus conjuros cerca del desierto. Puse un hombre entre sus seguidores, pero es un comerciante que no puede permanecer allí... de todos modos, si surgiera algún cambio o algo peligroso, lo sabría inmediatamente...
Poncio Pilato se volvió para mirarle, inclinando la cabeza hacia un lado. Mostraba su clásica mirada de profundo aburrimiento. Una mirada engañosa que ocultaba un espíritu en estado de alerta y una gran rapidez de reflejos.
—¿Y qué hay de la revuelta en Tiberíades? —dijo el procurador volviendo a mirar hacia la plaza repleta de gente.
—No tuvo nada que ver. Fueron los zelotes, procurador. Y Herodes Antipas se encargó de ellos, por cierto, sin darme oportunidad de interrogarlos.
—Sí, ya —dijo Poncio Pilato sacudiendo la mano como ahuyentando algo desagradable—. En tu último informe sobre el nazareno... informe por llamarlo de alguna manera, pues más parece una sarta de tonterías... ¿De verdad te crees todas esas sandeces, que cura leprosos y devuelve la vista a los ciegos?
—Es lo que se dice, procurador, de hecho...
—¿Lo que se dice? —Pilato se volvió, furioso—. Si quiero saber lo que se dice, sólo tengo que hablar con las esclavas que van al mercado. ¿Es eso lo que haces? ¿Hablar con las esclavas que van al mercado? ¡Por Júpiter que me dan ganas de enviarte a remar a las galeras o a una guarnición de la frontera de Oriente! Pero —levantó las manos en el aire— no nos pongamos nerviosos, no llegaríamos a ninguna parte. Dime —con un gesto rápido envolvió su brazo con la punta de la toga—, ¿dónde está ahora exactamente el nazareno?
—Anda por Galilea, procurador —dijo Marcelo improvisando un poco. De hecho, no recordaba gran cosa de un informe escrito hacía varios días con un par de borracheras posteriores.
—¿Estás seguro?
—Sí, procurador —dijo tragando saliva—, pero hay tantos santones y mesías en este país que necesitaría una legión para vigilarles a todos. Este no me parece especialmente peligroso.
Poncio Pilato se sentó de nuevo tras la mesa, apoyó los codos en ella y cruzó los dedos bajo su mentón.
—Te voy a ser sincero, Cayo Séptimo Marcelo, en atención a que tu padre era un gran hombre y un buen amigo. La egregia Livia, esposa del difunto César Augusto y madre del divino Tiberio, era un águila en lo que a la política se refiere, y ella me recomendó que organizara un buen servicio de información que me mantuviera al tanto de lo que sucediera en cualquier territorio que llegara a gobernar y aún más allá. He confiado en ti para esa labor y no voy a negarte que a veces has prestado buenos servicios, pero las deficiencias, los errores y las carencias pesan casi tanto como los aciertos. No controlamos a los zelotes, no neutralizaste al Bautista y dejaste que se nos adelantara Herodes. No le das importancia a un tipo que dice que es el rey de los judíos, no tienes ni un solo agente en el entorno de ese reyezuelo de Galilea y, eso sí, me mantienes al día de todos los chismes de la colonia romana y de las... digamos, peculiaridades de la legión que, ¡los dioses me protejan!, tengo bajo mi mando. Así que a menudo me pregunto, ¿de qué me sirve Marcelo? —extendió las manos hacia él—. ¿De qué me sirves, Marcelo?
La pregunta flotó un momento entre los dos hombres, pero Marcelo había recuperado ya gran parte de su lucidez y su capacidad de convencer. Con Poncio Pilato debía hacer siempre un tenso ejercicio entre la decisión y la prudencia, por consiguiente lo primero fue la puesta en escena. Dio un decidido paso adelante y apoyó las manos sobre el frío mármol de la mesa echando la cabeza al frente, pero no demasiado; no se trataba de invadir el territorio del procurador, sólo de ser convincente.
—Podría servirte mucho mejor, procurador, si dispusiera de más medios. Con un puñado de denarios que gotean como el agua en una clepsidra no se puede hacer gran cosa. No puedo pagar a un fariseo o un levita con unas pocas monedas, no puedo sobornar ni a un escriba del palacio de Herodes si no tengo fondos, no puedo pagar un buen equipo que arriesgue la vida entre los zelotes. Y necesitaría un par de buenos soldados libres de servicio que hicieran los trabajos, buenos trabajos, y regalos para atraerme a hetairas y cortesanas —elevó las manos hacia el techo—. ¿Qué puedo hacer con los medios que tengo? Un viejo desdentado, un soldado tuerto y un iluminado que se cree que soy un enviado de dios. Puedo hacer mucho más por ti, pero necesito algo más de lo que tu contador me da.
Tras el discurso, Marcelo se quedó mudo, asombrado de su propia capacidad de reacción. En realidad, era cierto que no tenía medios y que con dinero se podía hacer cualquier cosa, pero ¿iba Pilato a picar el anzuelo?
—Si yo tuviera todo eso que pides, estaría ya en Roma con la toga del Senado sobre los hombros. ¿Me has tomado por lerdo?
—No, procurador —bajó las manos y la cabeza.
—Si tuviera todos esos fondos que me pides —siguió el procurador—, no necesitaría a alguien como tú. Cualquier inútil podría llevar una buena bolsa y escuchar con atención. —Calló un instante—. No obstante, no creas que desconozco el valor del soborno. Todo eso es algo en lo que ya había pensado.
—Con sólo un poco más de dinero —siguió Marcelo ya en plena vena—, podría infiltrar a alguien en el grupo de ese nazareno, o comprar a alguno de sus seguidores. De hecho —pensó Marcelo rápidamente—, podríamos servirnos de su grupo para neutralizar al Bautista.
—Y tú tendrías más fondos para tus juergas nocturnas.
—¡No eres justo conmigo, procurador! —exclamó Marcelo, ciertamente un poco ofendido.
—¡Oh! Mi centurión preferido se siente herido. No sé si pensar que eres un reputado seguidor de los cínicos o un tipo genial. O tal vez tengas razón y no sea justo contigo. —Se echó hacia atrás en la silla llevándose el índice a la barbilla—. Hablaré con Vinicio y procuraremos que no vivas en la miseria. En cuanto a lo de disponer de ayuda... habla con Plotino, que te proporcione un hombre más, uno solo, pero será asunto tuyo escogerlo... ¡y no te va a ser fácil!
—Eres muy generoso, procurador. Me haré digno de tu confianza.
—Y quiero resultados. Quiero saber qué hace ese nazareno. Adónde va, qué dice, quién le sigue y qué contactos tiene con el Sanedrín o con los zelotes. ¿Está claro?
—Sí, procurador.
—Bien, mi querido Marcelo, pero… falta otro pie para el banco. El Sanedrín, el nazareno y… ¿me entiendes?
—¿Otro pie para el banco?
—¿Dónde está tu perspicacia? ¿Es el vino quizá o el antro de Posidonia? ¡No!, no me contestes, sé en qué empleas tu tiempo. Te estoy hablando de Herodes. Quiero saber qué se cuece en el palacio de Tiberíades. Quiero tener ojos y oídos en el burdel de Herodes Antipas. ¿Me has entendido ahora?
—Sí, procurador. Lo que tú digas, procurador.
—Te lo advierto —dijo Pilato con cara de aburrimiento—: Dame algo o acabarás remando en las galeras de Léntulo.

En la lóbrega taberna de Jerusalén, cercana a la puerta de Jericó, el joven ateniense Píndaro lanzó los dados sobre la rústica mesa de madera y protestó después ante la evidencia de que, una vez más, su amo, el armador romano Licio Máculo, lo había desvalijado. Desde hacía casi tres años, Licio y Píndaro alternaban el trabajo con sus partidas de dados y acaloradas discusiones sobre asuntos diversos como la comparación entre los vinos de Samos y los del Etna, sobre la habilidad marinera de los fenicios o de los griegos, sobre el dominio del caballo de los escitas o los partos o sobre quiénes eran mejores soldados, si los romanos o aquellos rebeldes astures de Hispania.
Se habían conocido cuando Píndaro, apenas un mozalbete, había desembarcado en Tiro desde su Atenas natal, de donde había partido con destino a Alejandría, atraído por una suerte de sueño en el que la biblioteca o las grandes pirámides tenían mucho que ver. Licio Máculo, antiguo colaborador del gran Germánico y protegido del gobernador Valerio Grato, lo había encontrado arrastrándose por los muelles, al borde de la inanición, y se había hecho cargo de él, seducido tal vez por la gran cultura del muchacho o por aquel sutil complejo de inferioridad que los romanos sentían ante todo lo griego. Licio Máculo, sin hijos y dedicado al comercio marítimo en competencia con los fenicios, lo había acogido casi como un padre.
Aquella noche, Píndaro había bebido un poco de más, aunque mucho menos que su amo, tal vez por eso ignoró las chanzas de Máculo y salió de la taberna tratando de mantener la vertical y sin pensar más en las monedas que habían quedado en la bolsa de Máculo. Fuera, la oscuridad era sólo matizada por el brillo de las estrellas. Una noche sin luna, silenciosa y tétrica. Píndaro se alejó torpemente mientras un par de ojos le observaban.
El hombre oculto en la oscuridad no tuvo que esperar mucho. Habían pasado apenas unos momentos cuando, apartando la raída cortina, apareció la silueta de Máculo. Era grande y sólido, un poco cargado de espaldas y con las piernas algo zambas. Calzaba cáligas, recuerdo de su paso por el ejército, y la túnica, demasiado corta para su tamaño, dejaba al aire unas rodillas gruesas y adiposas.
El hombre apostado en la sombra salió al encuentro del armador y le tiró de la manga mientras murmuraba algunas palabras que parecieron alegrar al hombretón. Máculo le echó el brazo al hombro, gritó ¡salve! y luego dio unos pasos, muy pocos, tropezando empujado por el otro. Se metieron en un callejón oscuro y un golpe sordo tapó las últimas palabras de Máculo.

© José Luis Caballero

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