Cuando amanece, me quedo embobada ante ese resplandor anaranjado que se entrelaza, altivo, entre los pliegues grises del cielo. Esa silenciosa conflagración que nace en la lejanía, se expande con su gama de colores vivos como la sangre, acaricia los tejados de mi ciudad, desciende hasta el jardín de la Comunidad y arranca brillos rojizos a la pared de obra vista de la piscina. Es una aparición que dura lo que un instante pero que me trasmite múltiples sensaciones que ni siquiera intento descifrar. El último sorbo de café coincide con la claridad del preludio. Y ya no sé lo que es peor.
La claridad del preludio, así llamo yo a mi amanecer silencioso. Será que por mucho que me resista, siempre me atrapa la melancolía de ese instante y su futuro recuerdo. Una melancolía que precede a la voracidad de la monotonía. No sin esfuerzo, intento reconstruir el rompecabezas de cada día, esos hábitos, tan simples por otra parte, que cada vez requieren un mayor esfuerzo. Retiro los platos del desayuno, cambio las sábanas, me limpio los dientes, me embadurno la cara con crema hidratante y enciendo la radio. La sintonía de la radio sustituye la sinfonía de los colores. Sumisa, espero ese dolor en el pecho, ese vértigo sin precipicio. No ofrezco resistencia. El dolor puede ser también una costumbre. Casi no hace daño, sólo destruye poco a poco. Lo hace en silencio, como si no quisiera molestar. Llegan en tropel los locutores, esos seres optimistas a los que nunca se les ve el rostro y que acompañan sus cálidas voces con señales horarias y noticias cada hora en punto. Son los voceros de la normalidad: anuncian tiempo estable en el centro y llovizna en el norte, vulgares escándalos políticos y declaraciones de personajes supuestamente relevantes. De vez en cuando la muerte de algún famoso antecede la necrológica de urgencia. Luego, las piezas del puzzle se recomponen gracias a los embotellamientos, las diatribas parlamentarias y los partidos de la champions ligue . Cuando rompe el día, hace ya rato que Luis ha salido disparado por esa puerta, con un café recalentado en el micro, tres galletas integrales y un cigarrillo en la boca, amen de un maletín lleno de papeles, pliegos y escrituras y un montón de kilómetros por recorrer. Viéndolo salir de casa, se consolida más mi teoría acerca de la masculinidad, la del hombre burro. Burro y puede que hasta cazador. - ¿Tendrá alguna amante?-, me pregunto en ocasiones, sorprendiéndome a mí misma ante la vacuidad de este pensamiento. Ni frío ni calor, vaya. La costumbre puede atacar así, sin compasión. A veces, el fracaso puede ser la repetición de cada gesto, esa invasión de hormigas en mi cerebro que me avisa y notifica de que el tiempo no pasa en vano, pero, sobre todo, como dice la canción, de que el tiempo no es nada. Sí, a veces resulta insoportable. Entonces descubro que me importa un bledo si tiene amantes o no. Y esa sensación me encerraba todavía más en el cuarto vacío de mi cuerpo. Siempre he sido un tanto aprensiva y boba. Desde muy pequeña, desde que veía una gota de sangre y me desmayaba. Sí, lo mío viene de antiguo. Aún ahora me acechan ruidos de fantasmas y me asusto como un gato faldero: sonidos de papeles quemándose
cristales haciéndose añicos
papel de aluminio arrugándose
una pantalla de televisor reventando en diminutos fragmentos de cristal.
Infinidad de cristales quebrándose. Bueno, este ruido lo vengo escuchando desde hace poco menos de tres meses. Primero pensé que se trataba de una fobia más. como los asensores
como las ventanas cerradas
como encontrarme en un atasco y sentirme encerrada en un ataúd y experimentar ese vómito interno
ese ataque de pánico
como el miedo a la oscuridad
como despertar a las tantas de la madrugada y descubrir que me han robado la matriz los intestinos el corazón
Estas sensaciones se acrecentaron con la menopausia, "ahí estás preciosa, bienvenida, mala hija de puta". Cuando llegó la recibí con dignidad, eso sí. Me preparé resignadamente para la depresión y el malhumor. Lo hice paciente y metódicamente, aumentando mi dosis de trankimazín y gelocatil Pero antes de que el fantasma de José Luis cruce el umbral de la puerta, con su maletín negro con cierres dorados, su cabello aplastado con gomina y su afeitado apurado al máximo, dejando su pestilente olor a after shave, mucho antes de eso, suena el despertador. Primero el de color rojo, modelo convencional, zumbido cimbreante, si se me permite la expresión. Ni caso. Y más tarde, el antiguo, el que truena con su endiablado driiiiiing. El único que despierta a José Luis, a todos los vecinos, al canario, y a mí la primera, desde luego Por supuesto, odio los despertadores.. Y eso que aún tengo guardado bajo llave el que me regaló mi querida cuñada, ese que imita el canto del gallo. Sí, mi cuñada... Esperen que les cuente.. Me regaló un cubrecama de un color horrible y chillón, estampado de flores, de esas mismas flores con las que antes se empapelaban los pisos baratos, y un juego de tacitas de té y café de porcelana, y un delantal de plástico con la reproducción de Marilyn Monroe, todo regalos de mi encantadora cuñada, que nunca se olvida de un cumpleaños ni que la maten, es tan previsible, tan inevitable, diría yo, es el tipo de mujer que yo siempre aspiré a ser... hasta que me di cuenta de la broma, de la farsa del hogar y todo eso... También es verdad que al final acabé cediendo ante su constancia, sí, acabé llamándola un día para avisarle de las rebajas en la tienda de la Juani y, acto seguido, claro, pienso qué imbécil que soy, y para qué les voy a contar.

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