—¿Y esto? —dijo el Corto, extrañado
al ver la criatura que se retorcía en el extremo de su línea.
Bajo el sol, con una bota sobre el cabrestante de proa, sonreía
desconcertado.
—¿Una anguila? —respondió Lucas perplejo,
en tanto aseguraba los tornillos del malacate—. No. No lo parece.
Una ola sorpresiva los golpeó desde babor, y el Anacapri dio
un bandazo. Copetes de espuma cayeron sobre la cubierta. El pescado
osciló entre los dos, un péndulo deformado, goteante.
Sólo poseía una rudimentaria aleta caudal. Rojizo, moteado
de blanco y del grosor de un brazo, medía alrededor de un metro.
Hedía a sulfuro, a calamares pudriéndose al sol.
Posadas en la barandilla, las gaviotas aguardaban expectantes y en
silencio. A Lucas se le ocurrió que tampoco ellas habían
visto jamás una aberración semejante.
—Es... Vaya a saber qué mierda es esto —el Corto
contuvo una arcada, atrajo aquella repugnancia hacia su mano. Y lo
invitó a tocarla.
—Sin guantes, ni loco —dijo Lucas, y se los calzó.
La cosa se palpaba densa, blanda y consistente al mismo tiempo. Como
si no tuviera esqueleto, aunque fibrosa. Sobresaliendo de la boca
plana, varias hileras de dientes cristalinos, aserrados, roían
el anzuelo en un chirrido de vidrio contra metal. El Corto, a mano
desnuda, usaba su Victorinox para desclavárselo; los ojos negros,
muy juntos, lo miraban con furia.
—No pienso comerlo —dijo Lucas asqueado, quitándose
los guantes—. Mejor devolvelo al mar —y se dispuso a darle
marcha al motor.
Habían pescado todo el día lejos de la costa, siguiendo
un cardumen de corvinas. Las heladeras rebosaban de pescado fresco.
Era hora de regresar.
La tarde se deshacía en naranjas y púrpuras. Un sol
ovalado siseaba al contacto con la superficie levantando brumas esmeriladas
sobre el océano, que se rizaba aquí y allá. Ráfagas
de yodo y algas refrescaban los cuerpos transpirados. Lucas se despegó
la camisa del pecho. Dentro de las botas de pesca dobladas sobre los
muslos, sintió que los pies se le licuaban por el calor.
—Vamos a llevarlo a puerto —el Corto señaló
las conservadoras y se frotó la palma de la mano con que había
tocado aquello—. Podemos venderlo como si fuera una rareza.
¿Quién sabe? A lo mejor puede alcanzarnos para la última
cuota de la hipoteca y todo.
—¡Ni se te ocurra guardarlo ahí! —advirtió
Lucas, como si le leyera el pensamiento. Quebrando el aire con una
bocanada de humo blanquecino, el diesel tosió—. ¿Limpiaste
los inyectores?
—Iba a hacerlo ayer, pero no tuve tiempo —contestó
el Corto. Buscó el rectángulo de lona engomada que usaban
a manera de toldo y enrolló el pescado. El animal lanzó
un bufido, se sacudió en espasmos, los ojos le supuraban un
humor acuoso—. ¡Hijo de puta! Es un peligro este guacho.
¿Te parece que llamemos? ¿Cómo te fue con la
radio?
—La reparación va a tardar dos días más.
—O sea que estamos mudos.
—Mudos, sí, y sordos también.
El motor tuvo una convulsión, luego otra y otra más.
La tos se convirtió en carraspera, la carraspera en rugido.
El humo del escape se hizo transparente. Lucas aceleró, despejando
los cilindros. El hedor de la combustión le picó en
la nariz, le lagrimearon los ojos y estornudó. Otra ola, absurda
en el mar calmo, volvió a sacudirlos.
La hélice de bronce cortó espirales de agua y el barco
empezó a desplazarse.
Trepado en la minúscula timonera, Lucas observó al Corto:
inclinado en la cubierta de proa manipulaba un cabo de nylon; sujetó
con una vuelta mordida el cilindro de tela que todavía se agitaba,
y lo ató a una de las cornamusas de amarre. Su cuerpo flaco
era un mástil partido, el reflejo del agua le azulaba el pelo
rubio; una ráfaga de viento le pegó hilos de espuma
ocre en la mejilla sin afeitar.
Guiñando a estribor, Lucas enfiló al Anacapri hacia
la costa invisible. Amaba a su barco tanto como el Corto. Conocían
cada recoveco de sus quince metros de eslora. Cada dos años
lo instalaban en dique seco; rasqueteaban el cobre que protegía
el ancho casco, liberándolo de lapas y otros inquilinos indeseables.
Calafateando las juntas de las cuadernas, sus cuerpos se impregnaban
de olor a brea. Cambiaban los retenes que sellaban el árbol
de la hélice, gritando palabrotas toda vez que un dedo se machucaba.
En una parrilla improvisada con alambre, asaban mariscos. Comían
codo a codo, vigilando el avance de la obra con ojos expertos. Eran
días de fiesta, claro que sí. Días de Piazzola
y Goyeneche embalsamando la jornada con el bandoneón y la voz
áspera. Días de rabiosa pintura amarilla, y ríos
de Heineken helada. Lo botaban con unción, como si fuera la
primera vez; y lo aseguraban a los bolardos del muelle usando cabos
nuevos. La ceremonia finalizaba en La Crujía, con tallarines
y vino grueso. Pero las reparaciones significaban dinero, dinero que
solo conseguían hipotecando al Anacapri.
Lucas verificó el rumbo, y lo sobresaltaron las gaviotas.
Entre chillidos levantaron vuelo y se dirigieron a tierra.
Le pareció que esos aleteos eran inusuales, furiosos. Peor
aún, se le antojaron desesperados. Notó que, desde cubierta,
el Corto también las contemplaba. Un momento después
giró hacia él, y sus miradas se encontraron. Comprobó
el barómetro, se mantenía firme en buen tiempo. Salió
al puente, aspirando con profundidad. Nada, ni un indicio de tormenta.
Unos cirros deshilachados se movían hacia altamar, reflejos
de oro antiguo hundiéndose en el violeta de la noche. Muy alto,
un cúmulo incendiado los dejó atrás.
El diesel mantenía su jadeo constante.
—Se está picando —dijo el Corto, y señaló
las crestas espumosas. La quilla las cortaba con facilidad marinera,
pero el Anacapri empezaba a cabecear. El viento llegaba en rachas
inconstantes y calientes. Lucas vigilaba el barómetro, que
no se había movido. Adelantó el acelerador, y el diesel
emitió un carraspeo. Escupió, girando más rápido.
La estela que dejaban se amarronó, se hizo más gruesa.
A proa, el cilindro de lona no se aquietaba.
—¿Cómo puede ser que ese demonio siga vivo?
—masculló Lucas, y bajó a cubierta para observarlo.
Al acercarse, un mugido ahogado lo erizó.
Vigilando, retrocedió hasta la timonera.
En el horizonte empezó a dibujarse una línea negra,
irregular. Demasiado pronto para tratarse de la costa, pensó.
—Bajá a la sentina —dijo— y revisá
la bomba. Al ver el esforzado descenso del Corto, se percató
de que el brazo izquierdo de su amigo no se movía como siempre.
—¿Qué te pasa? —le gritó.
—¿Qué cosa?
—¡El brazo!
—¡No sé! —contestó el Corto en el
mismo tono—. La mano me hormiguea, y si doblo el brazo, me
dan calambres y se me empieza a inflamar.
Cuando el Corto le mostró la palma, Lucas advirtió
que se le había amoratado.
Al rato, el Corto avisó que la bomba estaba conectada.
—Ya la probé —dijo—. ¡El motorcito
funciona al pelo! —su cara pareció ensombrecerse—.
¡La puta, qué mareo! —avanzó como un ciego,
tanteando en el aire, y se inclinó sobre la borda.
En la penumbra creciente, Lucas lo vio doblarse contra la barandilla
y vomitar. El brazo, perdida su forma, parecía a punto de
reventar las costuras de la camisa azul.
El paquete de lona seguía agitándose en espasmos y
estertores. Pensó en cribarlo con el arpón. Ensartarlo
una y otra vez, hasta que esa inmundicia dejara de moverse.
Se volvió hacia el barómetro extrañamente inmóvil
y lo golpeó con los nudillos. La aguja comenzó a bajar
con rapidez, con demasiada rapidez.
—La puta madre —murmuró con los dientes apretados.
Mientras sus ojos seguían la marcha descendente, se acarició
la medallita de Stella Maris. Salió al puente y aspiró
de nuevo: tierra húmeda, agua, ozono, algas podridas. Las
señales le llegaron con nitidez, ¿por qué no
las había olido antes?
Pensó en encender el reflector, cuando El Corto apareció
a su lado.
—Lucas —dijo—, vas a tener que arreglártelas
solo —apoyó la espalda en el tabique de madera y cayó
sentado—. Siento la boca seca, y ampollas en las encías
y el paladar —tosió—. Me cuesta respirar, como
si tuviera paralizado el pecho —se llevó la mano sana
a la frente—. Lo peor es que no puedo olvidarme de sus ojos.
Esos ojos negros, rabiosos, clavados en los míos. Y algo
más, que no sé explicarte.
—Aguantá, macho —dijo Lucas— en un par
de horas entramos a puerto.
—Veo el fondo del mar —el Corto cerró los ojos
y continuó hablando. Frases sueltas, febriles—. Valles
oscuros. Unas cosas, como langostas con tentáculos, se arrastran
en el barro. Se esconden de mí, tienen miedo...
Lucas, agachado junto a él, lo abofeteó.
—¡Corto! —le gritó al oído—
¿Dejaste la bomba conectada?
—Si. No. No me acuerdo.
Lucas le saltó por encima rumbo a la sentina.
Se encontró con el agua a las pantorrillas, y encendió
la bomba. En la cala, unos puños ensordecedores aporreaban
el casco.
El viento ganaba intensidad, arrastraba avalanchas de nubes compactas,
gibosas, de resplandores violáceos.
Las olas reventaban en cubierta, barriéndola con sesgos de
guadaña. El Anacapri rolaba y cabeceaba. Lucas se arrastró
hacia la timonera, y en la escalerilla un golpe de mar casi lo traga.
Se abrazó a los peldaños metálicos. Otro golpe
hizo crujir el espejo de popa.
Logró subir. En un rincón, con la cabeza bamboleante,
el brazo convertido en una monstruosidad sin nombre, el Corto seguía
delirando.
—Nado cerca de la superficie. Nado y el agua es verde. ¡Las
corvinas! Cerca, muy cerca. Hambre, corvinas. El brillo de la carnada
me llama. Un buen bocado. Hambre, brillo. Lo muerdo —gritó
retorciéndose—. ¡Ahhh! ¡Duele! ¡Duele
el paladar como la gran puta! ¡Me enloquece el dolor! —con
la mandíbula encajada, contraía los labios en una
mueca.
Iluminando el escenario, un relámpago de hierro zigzagueó.
Lucas empujó el acelerador a fondo. Lo asaltaron moles de
agua salada. Oyó los gemidos del casco, torturadas sus cuadernas,
hasta que llegó el trueno como un millar de tambores. El
Anacapri caía en las simas y trepaba cumbres movedizas. Cuando
se equilibraba en la altura, la hélice quedaba expuesta y
el barco se echaba atrás. El diesel rugía, se atragantaba.
La lluvia se descargó compacta, balas fosforescentes que
estallaban contra los cristales. Luchando por mantener el rumbo,
la mano, como una tenaza en su hombro, le produjo un escalofrío.
—¡Es él! —gritó el Corto obligándolo
a volverse, la cara febril, la locura en los ojos. Una baba espesa,
sanguinolenta, le manchaba el pecho—. ¡Es él,
que quiere volver al mar! ¡Tengo que liberarlo!
—¡Estás enfermo! —Lucas lo sacudió
por los hombros—. ¡Reaccioná, Cortito! —no
pudo soltarse de esos dedos implacables—. ¡Esa mierda
de animal! ¡Tenés veneno en el cuerpo!
El Corto se abalanzó por la puerta. Las olas parecieron renovar
su poder. Lucas no se atrevió a dejar el barco sin gobierno.
Apuntó el reflector a proa, y un momento más tarde
alumbró a su compañero. El Anacapri se precipitaba
por una pendiente abrupta, cayendo en un abismo oleoso, sin fondo.
Bajo la luz amarillenta, cortada por relámpagos mercuriales,
vio al Corto: desataba los nudos que impedían la fuga de
aquella serpiente marina. Le pareció que el brazo, ya desgarrada
la camisa, presentaba un aspecto enrojecido y con extrañas
manchas blancas. Borroso bajo el diluvio, lo observó alzar
la lona y sacudirla frente al mar. El Anacapri cada vez más
rápido, más abajo, seguía en su carrera de
vértigo.
—¡Libre! —sosteniendo un extremo de la tela restallante,
que flameaba; el Corto gritó a la noche, a la tormenta, al
océano— ¡Libre al fin!
La criatura voló. Voló hacia arriba, contorsionándose,
soltando dentelladas. Lucas vio cómo, muy lejos del barco,
se zambullía en la negrura líquida.
La ola gigante cayó sobre ellos, los golpeó desde
barlovento y destrozó los cristales de la timonera. El Anacapri
se bandeó, rindiéndose a esa fuerza primordial, innominada.
Desprendida de la bitácora, la pesada brújula atravesó
el techo como una bala de cañón. El casco se estremeció
ante el abrazo del agua. Girando en el vacío, el motor inició
un ulular desenfrenado, agónico.
Lucas cayó al piso, rodó por el tabique ya casi horizontal,
destrozando el barómetro con la frente. En ese instante,
creyó ver al pez. Creyó ver al Corto pugnando por
seguirlo, hundiéndose en una profundidad desconocida.
El Anacapri recuperó la vertical.
El reflector ya no alumbraba, con seguridad arrancado por la misma
potencia aterradora que se había llevado el mástil,
cortando los estays como hebras de lana. Un relámpago mostró
la cubierta desnuda. La lluvia se convirtió en un repiqueteo,
el viento perdió fuerza. Las olas continuaron altas, pero
ya no azotaban con furia.
A medias conciente de que la tormenta amainaba, Lucas advirtió
las luces del puerto, rojas y verdes.
Querido Corto, pensó. Y en su corazón de pescador,
su amigo no lo había abandonado. Se encontraría bajo
el sol, con una bota sobre el cabrestante de proa, sonriéndole.
Sonriéndole con dientes cristalinos y aserrados.
©
Marcelo
Choren
Buenos Aires
enero de 2003

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