Mi madre preparaba el fogón de leña en la cocina. Se disponía a cocer las yucas y freír la carne de cerdo cortada en trocitos, mientras mi hermano y yo nos bañábamos en el río que estaba cerca de casa. Cruzábamos por un camino de engarzos y plantas dormilonas, como le llamábamos entonces a un tipo de acacia , que cuando la tocabas, parecía como si se echara a dormir.
Mi hermano y yo jugábamos a una especie de ruleta rusa con las plantas dormilonas. Si una de sus hojas no se cerraba por completo, entonces augurábamos que nacería un niño en la familia y si, por el contrario, dormían todas sus hojas, presentíamos la muerte de un ser querido. Ese día nos fuimos al río sin percatarnos de las dormilonas, mirábamos al cielo en busca de mariposas azules.
Nos dimos un chapuzón debajo de la cascada y al poco rato, nos tendimos en una piedra a tomar el sol, imitando a las tortugas que parecían turistas adormiladas por el calor de tarde. El tiempo, como siempre, ni lo sentíamos. Mamá venía corriendo y nos avisaba que ya estaba la comida. La respetábamos tanto que nos vestíamos enseguida para no hacerla enfadar, porque en el campo, suele ser costumbre bañarse desnudos y para nosotros, era lo más normal del mundo.
Llegamos a casa y nada más entrar, vimos a papá sentado en la mesa. No soportaba que la comida se enfriara y si ocurría por algún contratiempo, refunfuñaba y ponía cara de murciélago cabreado. Comenzamos a comer con voracidad de león . Mi padre trabajaba de sol a sol para para mantenernos y lo recuerdo sudando, con la camisa manga larga, repitiendo yuca con mojo y masas de cerdo frita en los platos-fuente que mamá le servía con orgullo. Pasábamos los días y lo años sin enterarnos del mundo exterior, porque cuando aquello no había televisión, ni revistas de moda, al menos en el campo, donde no llegaba la luz eléctrica y la ropa no pasaba de moda, siempre era la misma: una camiseta llena de zurcidos, un pantalón corto de tela de saco y unos tenis de color gris para que encubriera mejor el churre , solía decir mamá cuando venía del pueblo y nos traía de regalo un par de tenis nuevos.
Un domingo que mamá tenía menos trabajo, nos acompañó al río para tomar un poco de sol. Se llevó una toalla vieja y gastada y la tiró sobre una piedra para luego tumbarse con su bata de lunares rojos y blancos , que la confundían con una especie rara de mariposa diurna. Le echábamos agua en la cara a modo de juego y ella sonreía, con aquella sonrisa de ángel protector y sus dientes de un blanco luminoso que alegraba la vista a los campesinos de paso.
La llamábamos para que viniera al agua y jugara con nosotros, pero ella se negaba, prefería descansar, decía que era el único día de la semana que podía disfrutar de la tranquilidad del campo, pues el resto de los días, tenía que ayudar a papá a sembrar las plantas de tabaco, después recoger y seleccionar sus hojas y, claro está, el trabajo de la casa era exclusivo de mamá.
¡ Mamá!, Mamá, ven a la cascada con nosotros!, le gritamos mi hermano y yo desde el otro lado de las piedras. De lejos, nos parecía que movía un dedo en señal de negación, pero luego, al acercarnos, supimos la verdad, mamá había muerto y las dormilonas que no vimos fueron el testigo de su ausencia.

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