Me di la vuelta con el bocadillo entre las manos. Era la chica. No pude responder. Tenía la boca llena de tortilla. Maldita sea, siempre pasaba lo mismo. Nunca podía desayunar tranquilo. Y para colmo, mi primera conversación con ella debía realizarse en semejante trance alimenticio, mientras mordía, y mascaba, y me ocupaba de que la rebaba amarillenta de la tortilla no se derramara de entre los trozos de pan.
Al ver que no contestaba (Yo al menos traté de sonreír, e hice ese expeditivo gesto del que demanda un poco de paciencia porque quiere hablar, pero está tragando) ella continuó: - Por supuesto que está en su perfecto derecho, profesor. Pero se me hace difícil imaginar a una persona de su inteligencia y prestigio interesándose por esa lengua de aldeanos. Es algo que siempre me ha intrigado. Afirmé con la cabeza, mientras terminaba de tragar y trataba de buscar desesperadamente en mi cabeza algo que decir. - Por supuesto, señorita, por supuesto -mascullé, ganando tiempo. - ¿Cuál es, pues, la razón de todo eso? -continuó. - ¿Quiere un café? - Muchas gracias. - Camarero. Disimuladamente, dejé caer el bocadillo a mi espalda y lo desplacé con el talón hasta esconderlo en la selva de grasientas servilletas de papel que se apelotonaban junto a la barra. - ¿Cómo se llama, señorita? - Yolanda. - Yolanda -murmuré. - Sí, Yolanda. - Yolanda... ¿Ven? Quería hacerlo bien desde el principio. Yolanda estaba extraordinariamente interesada en mi trabajo. Comprobé que no sólo era una mujer guapa sino también una mujer inteligente. Esto me alarmó. Las personas que lo tienen todo, tarde o temprano, acaban por darse cuenta, y entonces se trasforman en seres completamente insoportables. - ¿Otro café? Aún no tengo que volver a clase. - Sí, profesor, pero esta vez permítame invitarle. Por sus palabras, me había parecido entrever que mi profundo conocimiento del euskera suscitaba en ella cierto escándalo. Pero las mujeres consiguen que yo siempre acabe dándoles la razón. No se trata de sumisión intelectual, se trata de cortesía. - Desde luego, yo no sé tanto como usted de esas materias. Yo estudio Derecho, ¿sabe? - Es estupendo. - Pero, no sé, quiero decir que a mí el vasco siempre me ha parecido un dialecto. - Es defendible -mentí. - No me gusta el aldeanismo. El nacionalismo es sólo para mentes estrechas. El mundo avanza en otra dirección. - En otra dirección. - Esa gente, siempre poniendo fronteras, fronteras. Cuando las fronteras ya no existen. - No, ya nada de fronteras. - Y esa falta de perspectivas. Y la prensa local, llena de noticias sobre las pruebas de arrastre de bueyes, o de esos otros leñadores. - Los aizkolaris, sí, es deleznable. - ¿Sabe? Yo no leo la prensa local. - Hace muy bien. - Aldeanos. Este es un país de aldeanos. Y esos estúpidos nacionalistas, por todas partes. - Estamos rodeados. Tenía unos ojos verdes preciosos que centelleaban, o a mí me parecía que centelleaban, y unas cejas negras y marcadas, dibujadas en perfecta simetría. - ¿Sabe? Yo no creo en las patrias. Pero no es esta, ah, no, no, ¡en ninguna patria! - Tiene toda la razón, señorita. - Por favor, llámeme Yolanda. - Sólo si puedo tutearle. - De acuerdo.
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