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informe 479
Un hombre que habitualmente
piensa en otra cosa
  3 Continuación
de Arturo Montfort

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Para abuso de coincidencias, al regreso de Inisfree, ese pueblecito irlandés donde John Wayne (el verdadero, el primigenio, ya me entienden) nos hizo olvidar lo bruto y facha que era y, al contrario, nos enamoró con su soberbia interpretación del boxeador taciturno, un tanto tosco aunque noble, que regresa a su hogar, tal como al útero materno, a su vieja Irlanda quiero decir, evocando sobre el puente de piedra las palabras de su madre (en off). Por no mencionar a Mauren O'Hara, esa pelirroja más hermosa que el viento, y a unos secundarios de lujo, en fin, qué les voy a contar, me sé la película de memoria, The Quiet Man, claro, El hombre tranquilo, John Ford para más señas, esa película que uno se llevaría a Marte. Para abuso de coincidencias, decía yo, al salir del Verdi Park nos tropezamos nuevamente con el desierto de la realidad (que diría Morfeo, el de Matrix), pero también con ellas, no con las chicas de Colsada, sino con Carme y Francesca. Situación que se repite de vez en cuando, en las noches de verano, sobre todo en el Verdi. Francesca, con sus cabellos rubios y sus ojos marrones, y un aire ¿cómo diría? ¿tranquilo? Dijo ¿tomamos un cortado?, así que ocupamos diligentemente la única mesa libre de la Plaza de la Virreina y charlamos de las pelis en cuestión y del cine en general, de las Torres Gemelas, de las horas de sueño, actividades insomnes y demás, y sobre todo de los libros que estamos leyendo

y puede que de alguna cosa más, ya que, como no llevamos paraguas, la noche, benévola, acordó una tregua de bonanza y horchata, liberándonos al tiempo de esos silencios que a veces se cuelan antipáticamente en los encuentros fortuitos donde media algún desconocido que no sabe qué decir, y alguien tose y dice, ufff, qué tarde es. Al contrario, Francesca destila elegancia en sus quietudes de condesa descalza, y también en sus palabras, que surgían cadenciosas como si melancólicos sueños mediterráneos acariciaran cada una de sus frases. Buena compañía, pienso yo, médico forense de un verano que nos regala sus últimos suspiros, casi gratuitamente, ofrecimiento tardío después de tanta lluvia tonta y anticiclones despistados, mientras nosotros, olvidándonos del tiempo durante un rato como quien dice, apuramos nuestras bebidas con alcohol y ellas

(risueñas, aguerridas lectoras y devotas del cine en color)

sus refrescos

En esas estamos cuando un árabe

(su brazo izquierdo coronado de rosas)

nos ofrece su mercancía envuelta en celofán. Rosas de artificio que prometen encender su modesta llama en el jarrón de alguna mano femenina. La voluntad, puede que dijera el sujeto en cuestión, al tiempo Bardinovi, presto a tomar el mando de la parroquia, ya le decía que no, que gracias y todo eso, que el otro día ya participó activamente en su cuota benéfica para los floristas de Gracia. Pero el impenitente florista insistió, muy amablemente, eso sí, y le susurró a Bardi (ya saben, John Wayne), casi al oído ... amigo ... empotrándole su racimo al por menor en plenas narices, obligándole, ahora sí, a girar levemente su cabeza, lo suficiente para pillarle al menos el perfil de su rostro

Y ¡vaya sorpresa la suya! cuando reconoció al individuo del Salambó, ese mismo al que, en un arranque de generosidad más propia de otros tiempos, y mientras encendía la cerilla para el Camel con la suela de su zapato (¡como John Wayne!), le dio diez pavos, es decir diez euros (1600 pesetas aproximadamente) por dos de sus rosas.

Aquella noche, nos contó un Bardavio divertido, el florista se quedó boquiabierto, y cuando se alejaba entre las mesas del restaurante, giró sobre sus pasos, alargó su brazo y le regaló una tercera rosa.

Por eso mismo, en la Virreina, al recordarlo, Bardi hizo un respingo y le soltó, ¿recuerdas, amigo? El otro día te di un billete de 10. Nada mal, ¿no es cierto? Como diciéndole, con cariño: por este verano ya hemos agotado el cupo, amigo. Él, entonces, se le quedó mirando, escudriñando, rebuscando en los cajones de sus infatigables periplos por el barrio, pensando quizás, este tipo me quiere largar con una excusa extravagante de las que ya me conozco. Pero no, se le quedó mirando, y nosotros expectantes, por supuesto, ¡y lo reconoció! Es verdad, amigo, dijo, y con una sonrisa, de esas que sólo se atreven a salir por las noches de luna roja, le regaló una de sus rosas. La cuarta en una semana, exclamó Bardi, exultante, mientras yo ya empezaba a especular si el whisky preferido de Manel sería el Four Roses. Y, acto seguido, el sorprendente florista dio media vuelta y se alejó. Y nos dejó con ese sabor a ceniza y estrella de las pequeñas coincidencias y azares que cuando éramos jóvenes atribuíamos, con nuestro infundado entusiasmo, a los dioses del Olimpo, y ahora sabemos que son parte del frágil andamiaje de la vida, como si el mundo fuera un pañuelo y nosotros sus mocos, y nadie se molestó, ni se sintió aludido especialmente por el azar, porque el azar ha recobrado por fin su natural despreocupado, después de tantos años

(descanse en paz André Breton)

y ha dejado de ser un mago con cucurucho de colores para convertirse en otro amigo, con sus cualidades y sus defectos. Y así lo entendimos todos, y Manel se encontró sin duda con la disyuntiva de que una rosa se puede compartir entre dos, pero en este caso era insuficiente para dos mujeres como Francesca y Carme, así que, mientras bajábamos por las callejuelas de Gracia, él hacia su casa y yo en busca de la estación de Verdaguer, mientras comentábamos la película que ellas vieron y nosotros no, La boda del monzón, un film, según parece, sensual y emotivo, Bardi por una vez (y sin que sirva como precedente) se me puso sentimental, me miró y me dijo... quizás esa peli las define muy bien, a la Carme y la Francesca, quiero decir. Y, mientras, como caballeros que somos, acariciábamos lo afortunado del símil, nos cruzamos con una pareja muy joven, y Bardi, ya saben, John Wayne en sus mejores momentos, no se cortó un pelo cuando le ofreció la rosa a la chica de pelo corto y piercing en el ombligo, y a mí, que soy un sentimental de mierda, me salió una sonrisa entrecana que, por lo menos me duró hasta Sagrada Familia.

Claro que los sueños duran lo que duran los sueños, o para decirlo al modo de Raymond Carver, los sueños son eso de lo que uno se despierta, así que cuando me desperté al día siguiente, la historia de las Four Roses parecía eso, un sueño. Quizá por eso, y por la reciente lectura de Bukowski, quizá por eso, cuando me levanté al día siguiente, me pregunté

(como Charles, Henry, Hank, Chinasky o como demonios se llame Bukowski)

si le pasaba lo mismo a la otra gente, lo mismo que a mí. Si cuando se levanta de la cama por la mañana, y se pone los zapatos, piensa Ah, Dios mío, ¿Y ahora qué?

Y todo será, quizá, porque yo soy un hombre que habitualmente pienso en otra cosa. El escritor portugués António Lobo Antunes, en su estupendo

(por entrañable y bien escrito)

Libro de crónicas, dice lo siguiente: "Yo soy un hombre que piensa en otra cosa, que intenta abrir la cerradura de la puerta con el cigarrillo y que fuma un manojo de llaves por día: si enfermo de cáncer de pulmón será un fontanero quien me opere. Las palabras grandiosas como Trabajo, Familia, Dinero, me atraviesan sin tocarme. Pareciera que no sé vivir con los que quiero o que rechazo su afecto: no es verdad. Lo que ocurre es que a veces, mientras me acarician, estoy observando a las cigüeñas en el bosque desde el desván de la tía Magdalena, o en la terraza de la Praia das Maças, al lado de mi abuelo, tomando un helado de fresa. Y me gustan las personas modestas porque me conmueven las señales interiores de riqueza."

Ya ven, cosas de la vida esta, yo también soy un hombre que piensa habitualmente en otras cosas, esquizofrenia cotidiana y banal, si quieren. Así que pronto olvidé el suceso de la Plaza de la Virreina y de las Four Roses, un clásico donde los haya, una delicia de bourbon.

Y eso también forma parte del toma y daca, o del día a día, como prefieran. Será el eterno retorno de Nietzsche, pero sin tanta fanfarria filosófica, porque a veces la globalización se te deshace entre los dedos y sólo te quedas con la miseria del microcosmos de tu esquina, y acaso con una rosa envuelta en celofán barato y un extranjero que cuando te dice amigo te recuerda que todos somos extranjeros, en definitiva. Eso es lo que quería decirles, más o menos.

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