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COMO POLVO DE METEORITO
(Prefiero su risa)

de Arturo Montfort

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El dos mil ha venido y nadie sabe como ha sido. Que no cunda el pánico: en el 1900 incluso metieron al Papa en esta dichosa polémica del calendario. El defecto dos mil, Nostradamus, Einstein, Tal y Pascual. Todo puede llegar a transfigurarse en un problema de edad y tiempo.

Quien conserva la capacidad de ver la belleza no envejece, dicen que dijo Kafka, Hace 23 años que mataron al Che, pero a quién le importa eso (En una de las mil encuestas sobre los personajes del siglo, sólo un despistado mencionó a Ernesto. Eso si no tenemos en cuenta la imagen patética de Maradona exhibiendo una camiseta con la efigie del guerrillero). El mundo ha dado tantas vueltas, como diría mi madre, que hasta ha convertido nuestras ideas en actos fallidos. Freud Lumbreras dixit.

Veo veo. ¿Que ves? Veo cubitos de hielo cayendo del cielo. Y una voz latente que nos devuelve constantemente a la pista de amerizaje de un simulacro al que convenimos en calificar como realidad. ¿Por qué no decirlo? Henos aquí, en la odisea dos mil y con lo puesto. Un poco más cínicos y resguardándonos a duras penas del lado flaco de lo sentimental.

Como diría el viejo John Wayne: 1. Que no te vean sangrar. 2. Ten preparado siempre un plan de fuga. Dos buenos consejos para salir a esta reserva comanche con pinta de ciudad. Claro que cualquier tentación de resguardarnos en un pasado mejor, como diría Bardinovi, no deja de ser un recurso falsario. Un salto hacia delante, dentro del pequeño vacío de cada día. El presente esta ahí, a boca de cañón, así que dejémonos de historias. Reconozcámoslo, el presente no es peor que cualquier tiempo pasado. Hasta tiene sus cosas buenas. Un polvo a las tantas de las cuatro, por ejemplo. También es verdad: más vale estar solo que mal acompañado. Master en filosofía pura.

Vivir es perder. También ganar o conseguir, a veces, pero ya nunca del todo recuperar, afirmaba Savater cuando ejercía de filósofo. O como dice Carlos Fuentes: Hay que darle tiempo a lo ocurrido. Hay que permitir que el dolor se vuelva, de alguna manera, conocimiento. Lo cierto es que tipos como yo siempre temen encontrarse con algún curioso en la calle que te pregunte, sin más, ¿Pero, qué has hecho con tu vida? Tu padre.

Mi chica se levanta con el espit habitual de un camionero con prisas. Tendríais que verla, muchachos. Se pone la mar de seria, hace un respingo entre la nariz y la boca, aprieta los dientes y exclama, no sé si llegaremos.

Quiere decir si llegaremos a tiempo. Es cierto que llegamos a tiempo, no obstante. Sobre todo, llegamos a tiempo de encontrarnos, después de tantos años, que es lo más plus. Claro que ella no se cansaba de repetir que todo lo que empieza acaba (que es lo que dice la Biblia, epístola Tal y Cual, edición de bolsillo). Y de tanto repetirlo acabó transfiriéndome la sombra de la duda. Porque a veces te asalta la sospecha de que, en el amor, aquel que pone más de sí siempre acaba perdiendo la partida. El amor no es sólo esa pasión que te encumbra y transforma. Como en el L.S.D. y en los ascensores, después de la subida llega la bajada. Por eso, la vida, más tarde o más temprano, te conduce, a empujones, a la senda segura y tranquila de tu prosaica y confortable soledad (un poco ácida a veces, pero confortable al fin y al cabo). Están de acuerdo conmigo nadadores, columnistas y atletas de prestigio como Rosa Montero y Maruja Torres. Que sirvan como aval.

Siempre quisimos ser exploradores y aquí estamos con el defecto dos mil: oficinistas de pega, ejecutivos de andar por casa o enfermeras de cierto standing echándole los tejos al camillero de turno. Algún descubrimiento de vez en cuando, que ríete ahora mismo de Livingstone. Supongo. Ahora mismo me hallo colgado de esa escalera de incendios que báscula peligrosamente cuando el efecto pareja se deshace entre los dedos como polvo de meteorito. Sé tú mismo, me dice el doctor Mariachi. En eso estoy, amigo. En eso estoy, en la travesía del desierto, como dicen los del Club, ese viaje que nunca acabas de saber si es de ida y vuelta, y que te conduce a un callejón oscuro, a un disco de jazz o a una foto que envejece por momentos.

Sí, la libertad era esto. Claro que, servidor de ustedes, acaba pensando que la libertad no está donde uno creía. En fin. Alforjas, como diría Tom Wolfe en su último latazo para lectores tragaderas, Todo un hombre.

Muchachos, resulta del todo suicida no disfrutar de este momento, tan corto por otra parte, en que el amor es una terraza sin tiempo, desde donde la vida te sonríe y parece no tener revés. A soñar y callar, caballeretes. Disfruta mientras puedas.

Llego a casa. El tiempo es frío y hace invierno. Chicos, las lágrimas son el mejor colirio del mundo. Llorar no es una deshonra. Pongo una lavadora. Limpio las kakas de mi gato. Cambio de tiesto la mimosa que me regaló mi querida Julia y salgo a la calle a las tantas para echar el pino de Navidad al contenedor de los desperdicios, atento a que no me pille la brigada antivicio, sección ecologista. Me preparo una verdura y observo como al Real Madrid le expulsan tres jugadores en vaya a saber usted que otra dimensión de mi mando a distancia. La angustia amaina. Mira, eso está bien. Reflexiono: esta mierda de ansiedad se parece cada vez más a aquella otra del Bachillerato libre, instantes antes de entrar en el aula del examen. Milá y Fontanals, para más señas.

El cansancio se deja querer. También me acompaña María Bayo, Exsultate, Jubilate, cómo no. Y mi gato, que se apresura a emborracharse de agua en la bañera (costumbres extravagantes que uno debe respetar, ya sabéis, el efecto pareja). Apago la tele y apenas oigo el dial de los vecinos, onda media a toda leche, a través de estas paredes tan delgadas que parecen papel de fumar. Sobre todo las voces de los niños que van haciéndose mayores y vociferan igual que siempre, aunque cada vez los soporte peor.

Maldita alma, diría el lozano Manuel Rivas, con su inconfundible deje gallego. Maldita aldea integral - como las galletas - en la que vivo y que se vuelve sinuosa cuando se traduce al lenguaje de la realidad. Lo fantástico (y risible) de la realidad es que no tiene nada de real. Compruébese, sino, en alguna reunión de vecinos, más gore que Alien, el octavo pasajero.

Efecto Rebajas de Enero. Unos pantalones de pana a cinco mil en Cortefiel. Un pijama de seda a cuatro mil en Spencer. El artículo Soy un pedante, del pedante Sagarra. La tortilla de patatas con cebolla y calabacín, muchachos, una españolada que debe conservarse. Nat King Cole y sus amables baladas que hacen fru fru como los vestidos de las mujeres en los bailes de salón. Y, claro está, la sonrisa de mi chica, que ríete tú de la de la Gioconda. Aunque si queréis que os diga la verdad: prefiero su risa. Estoy enamorado de su risa, de su cuerpo, de su forma de andar, de sus tacones de aguja, de cuando coge el teléfono y se sirve una copa de vino en plan princesa de Lienchestein. De sus prisas, de sus anhelos, de sus orgasmos, de su forma de asomarse al mundo, de su buen humor, de sus tristezas y de su llanto. Mi chica suele llorar a solas, que es como decir que no necesita aplausos

Un recuerdito para Borges, creo que una forma de felicidad es la vida.

Puedo llorar, es cierto, pero también tengo la María Luisa y la línea cuatro del metro. Como el revital ese. En el gimnasio del lado de casa me aconsejan ejercicios de mantenimiento una vez a la semana. Iros a cagar. ¿Acaso queréis que me muera de un espasmo o de una sobredosis de oxígeno? En lugar de eso, me tiro a lo fácil: escuchar a la Classical Barbra (o a Van Morrison, o a Sinatra) mientras pelo las patatas y le corto las puntas a las judías verdes. Puedo practicar ejercicios de respiración mientras doy un paseo, aunque pasear me aburre. Prefiero fumar. Y el café. Fumar es un placer. Tomar el sol en el balcón los festivos por la mañana.

Efecto Rebajas de Enero: la mañana resbala sobre los tejados, al otro lado de mi ventana. Llueve sobre la tela asfáltica. De color verde garaje. Un gato negro otea el horizonte. Ahora mismo, tot plegat, parece un cuadro de Ouka Lele.

7:25 para ser exactos

Sigo con las Rebajas de Enero: una mujer guapa es mejor que una fea. Un disco de Madredeus es mejor que el señor Sardá haciendo el imbécil. Un imbécil con dinero parece menos cretino (todo son apariencias). Un dormitorio es mejor que un cuarto de estar. Una llegada es mejor que una partida. Un nacimiento es mejor que una muerte. Una conversación es mejor que una persecución. Un perro es mejor que un paisaje. Un gatito es mejor que un perro, y si no, que se lo digan a Salvador, con su querido y saltarín Humpry. Un bebé es mejor que un gatito, sobre todo si el bebé se llama Julia. Julia, tendrás amigos, tendrás amores. Un beso es mejor que una despedida. Que alguien se caiga de culo es mejor que todo lo demás Y es que la risa rejuvenece.

A veces, cuando divago por la escalera de incendios, entre la tercera y cuarta vértebra, se me cuela la tristeza. Estado crepuscular en el que no me entero de casi nada que no sea mi propia inutilidad. Enchufo entonces un cassette de variados y aparece El concierto de Aranjuez en plan lento, jazz y triste. Ya sé que el jazz puede llegar a ser cargante, pero hay momentos para todo, también para ese jazz alegre que levanta el espíritu. Me refiero a la troupe de Nueva Orleans, con el gordo a la cabeza. Sí, ya lo sé. Siempre tendremos a Ella Fitgerald, con su prodigioso scat, ese canto sin palabras que utilizó por primera vez en 1936 y con el que podía hermanar (emular) con naturalidad las trompetas de Armstrong y Dizzy Gillespie. Claro que, de pronto, te sale un corte de la Holliday y la serotonina se te pone chocha y melancólica.

Parece que el gato pretenda decirme algo. Ya no mira hacia las torres gemelas. Parece, más bien, que esté pendiente de mi ventana. Aranjuez acaricia mi saxo. Cuando se nos acabe el sexo siempre nos quedará el saxo, me dijo M. Yo le repliqué que prefería la guitarra eléctrica, pero, la verdad, ahora prefiero el silencio.

He de cerrar estos apuntes y marcharme para la oficina. Apuro el café y el cigarrillo. Cuando estoy lánguido me pongo corbata y mis colegas me dicen, qué elegante que has venido. Pura confusión.

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