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informe 476
174517 LEVI
testigo de cargo
2 Continuación

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¿O acaso te creíste, infeliz, eso de que la libertad estaba al otro lado de la puerta del campo, tras ese rótulo vergonzante que decía Arbeit Macht Frei, el trabajo nos hace libres? ¿No fue David Trueba el que dijo que la libertad nunca está donde uno cree? ¿No será que la libertad se quedó encasquillada en la memoria, en el pasado, es decir, atrás, y que delante sólo te queda el vacío, la vergüenza de estar vivo y poder contarlo pero, sobre todo, de poder pensar? Sabiendo como sabes que pensar siempre será, hasta el fin de tus días, pensar en Auschwitz? O dudando entre lo que fue real o imaginario. Como ese simulacro de estación al que pusieron el nombre de Treblinka.

Porque una cosa es la soportable levedad del ser (aunque Javier Marías no sé si estaría muy de acuerdo conmigo, supongo que no) y otra muy diferente es la insoportable vergüenza de ser otro, es decir, otra cosa muy diferente es vivir atormentado por la vergüenza de estar vivo en lugar del otro. Leí a un veterano de la guerra civil española, prisionero en los campos franceses y franquistas, rememorar sus ilusiones de juventud. Ese ímpetu revolucionario, ese deseo inquebrantable de cambiar la sociedad y la vida misma, esa ansia, ese anhelo que ahora, cada vez más, nos parece nebuloso, impenetrable, más difícil de entender, y que el veterano en cuestión comparaba con el enamoramiento. Estábamos enamorados de nuestras ideas - decía - de un mundo mejor y eso mismo, estar enamorado, es una sensación, como ustedes saben, irrepetible, única, quizá falsa en cierto modo, pero en todo caso, maravillosa. Es bueno recordar estas cosas porque las vamos olvidando y a veces pensamos que éramos idiotas (aunque vete a saber, diría Marías; aunque Muñoz Molina no sé si estaría de acuerdo conmigo, supongo que no). Pero yo de lo que quería hablarles hora mismo era del tren.

Casi siempre, al comienzo de la secuencia del
recuerdo, aparece el tren que ha marcado
la partida hacia lo desconocido
Los hundidos y salvados

En Si esto es un hombre, Levi explica el espanto que le produjo dejar de ser hombre y quedar reducido al número 174517. Un número transportado en un tren. Parece una pintura abstracta. ¿Recuerdan aquella película de Andrejev Wadja (de la que Javier Marías - léanse, por favor, Un corazón tan blanco -, cogió prestado el título para uno de sus excelentes libros: Paisaje después de la batalla? En esta película los títulos de crédito aparecen rotulados en el exterior de los vagones de un tren. Esta película podría ser perfectamente el envés de la mano de La tregua: la peripecia del no regreso.

Los vencedores no sabían qué hacer con las sobras de la gran comilona, con los desechos, los parias, los detritus del desastre. Algunos los llamaron inadaptados (siempre las etiquetas). Se los llevaron de paseo, dando algún que otro rodeo... por tren. Siempre el tren como una aparición recurrente, como un carro fantasma sin destino. Ya pueden ir encontrando cráneos en Burgos buscando ese instante en el que el mono saltó al vacío (¡pero esto ya lo contó Kafka en Informe para la academia!). Ya pueden buscar, ya. Recuerdo ahora mismo esas imágenes en blanco y negro (¿eran verdaderas o falsas?), las muchachas europeas besando y arrojando flores a los rollizos soldados yankees, mendigando xiclé y barritas de chocolate. Y, miren ustedes, me quedó con la mentira.

Los rusos llegaron mientras Charles y yo llevábamos
a Sómogyi cerca de allí. Pesaba muy poco.
Volcamos la camilla en la nieve gris.
Charles se quitó la gorra. Yo sentí no tener gorra"
Si esto es un hombre

Ilustración: Lola RoigYo también siento ese pudor, pero, claro, no estuve allí, ni tengo gorra, ni zorra idea, ni siquiera escribí Hundidos y salvados. Lo hizo Primo Levi, ya saben, un salvado. Porque aquellos que pudieron contarlo y que han sido en definitiva los únicos y auténticos transmisores del drama, fueron obviamente aquellos que sobrevivieron, y los que sobrevivieron - insiste el italiano - fuimos los privilegiados. Si, si, los privilegiados, los colaboradores, los útiles: aquellos que por cualquier habilidad, profesión o destreza resultaban útiles a los nazis (ellos solos no podían controlar el campo, es así de sencillo). Es decir, los "rentables", los sobornados (pero también los sobornables), los que podían almacenar su cuarto de pan para comerciar, los listos, los pícaros...

A la palabra gastada del horror se suma, pues, el nuevo escarnio de saber que las verdaderas víctimas de la matanza, los muertos, los famélicos, los de la panza hinchada y el desmañado esqueleto de cristal, los de los ojos hundidos, es decir, los hundidos nunca contaron su historia, porque, sencillamente, y hasta nueva orden, los muertos no hablan. Hemos perdido para siempre la versión de los que nunca volvieron a ser hombres. Dejemos aparte, es decir, para otro día en el que estemos de mejor humor, el hecho de que, como muy bien cuenta Hannah Arendt, sin los judíos colaboradores nunca se hubieran podido matar tantos judíos. Y valga por esta puñetera vez la redundancia.

En aquel momento, en que sentíamos que nos
convertíamos en hombres, es decir, en seres responsables,
volvían los sufrimientos de los hombres: el sufrimiento
de la familia dispersa o perdida, del dolor universal que había
a nuestro, alrededor; de la propia extenuación,
que parecía que no podía curarse, que era definitiva;
de la vida que había que empezar de nuevo
en medio de las matanzas, muchas veces solos.
Los hundidos y salvados: 3 La vergüenza

Miren ustedes, después de este culebrón (que algunos de ustedes no se acabarán, lo sé, lo sé) necesito un período de desintoxicación, para poder volver a mirar a mis semejantes a la cara: en el metro, en el autobús. Esas caras bondadosas, aunque tibias, con las que pretendemos atar corto al tiempo, como si el tiempo fuera una excusa para que las sombras de vileza de nuestra estirpe (¿los alemanes? ¡Vamos, hombre!, los alemanes también somos nosotros) no manchen nuestros rostros y nuestras camisas, nuestros trajes, nuestros libros...

Por eso, porque busco la condescendencia conmigo mismo, me entretengo con esa pequeña joya literaria que es La muerte de Carlos Gardel, de António Lobo Antunes; o ese afortunado ejercicio literario de Muñoz Molina: En ausencia de Blanca; o esa curiosa leyenda del señor Fitzgerald, El Gran Gatsby (ve usted, señor García, como yo no soy dogmático). Pero todo es inútil. Ninguna de esas caras, y ni la mía ante el espejo, pueden engañarme: El mal - cuenta Manel Vicent en alguna de sus crónicas - le concede al hombre una especie de omnipotencia. Aprietas sencillamente el gatillo desde una terraza y puedes disponer a tu antojo del destino de cualquier peatón. En cambio, la bondad siempre tiene límites. Sólo el mal permite al ser humano codearse con Dios e infligir un daño absoluto.

Eso es, me digo, un daño absoluto, mientras una mujer rumana (yo diría que es siempre la misma, aunque sé que es imposible) canta su helada letanía de experta pordiosera (porque luego, al salir del vagón la sigo y persigo su mirada y compruebo como relaja su expresión, a dios gracias), mientras una voz, que yo diría que tampoco existe, dice como dirigiéndose a nadie: próxima estación: Diagonal.

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