Insectos, pulguillas, lémures... animalitos todos de Dios. Os escribo desde mi oscura celda en la Cartuja de Portacoeli utilizando para ello el portátil del abad. La vela que me alumbra se apagará pronto, por lo que mi carta será breve. Mi vida ha dado un giro inesperado. Hace sólo unos días todavía me tiranizaba la rutina diaria del trabajo, pero una idea, apenas vislumbrada al principio como una escapada improbable, ha resuelto definitivamente mis problemas de tiempo y espacio. Os explico. Hace una semana me encontraba en la oficina pesaroso y abrumado al comprobar que los días se sucedían sin que mi mente produjera una sola línea de nuestro cuento, ese que escribimos juntos y que nunca damos por terminado. Antes de finalizar la mañana cumplimenté una solicitud de vacaciones que yo mismo autoricé y archivé en el cajón. A las 13,30 h. telefoneé al ayuntamiento de Bétera y solicité al secretario el número de teléfono de Portacoeli. No sé si sabéis que la Cartuja únicamente mantiene comunicación telefónica con el alcalde de Bétera y con el Palacio Episcopal, por lo que contactar con el Abad es realmente difícil. Me costó trabajo pero lo conseguí. A las 13,52 h. hablé con el Abad y le pedí que me admitiera unos días con el objeto de meditar y recuperar la claridad de ideas, ya que la fe la perdí hace mucho tiempo. El Abad, con buen criterio, no es partidario de alojar entre sus muros a hermanos legos y, menos aún, agnósticos, de manera que opuso una fuerte resistencia a mi ingreso. Finalmente me aceptó, pero con la condición de que participara de la vida monástica como un monje más. Dos horas después aparcaba mi coche ante las verjas oxidadas del convento y recorría el camino que lleva hasta el torno. Han pasado seis días, son cerca de las dos de la mañana y sólo me rodea el silencio granítico de la celda y la parquedad del mobiliario - un camastro, una silla, un baúl y un crucifijo -, pero en mi interior es como si hubieran transcurrido seis meses. La paz se ha alojado en mi espíritu igual que la lluvia humedece la tierra y cuando, a la caída de la tarde, camino en silencio por el claustro junto con los otros hermanos, me enternezco al contemplar los gorriones que revolotean entre los arrayanes. Respecto al cuento... ¿qué cuento? © Ignacio Ortolá
Enero 2001

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