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FIRMA
de Julia Otxoa

En estos momentos el autor escribe unas líneas sobre un papelito color crema, la carta acompañará el envío de su libro a uno de los críticos más importantes de la ciudad. Cuando acaba de escribir, levanta la cabeza del papel y reflexiona antes de firmar. Es consciente que la firma dice mucho, que es realmente importante a la hora de terminar correctamente un escrito. Por eso cuando llega ese momento siempre lo hace con grandes trazos, las suyas son de ese tipo de firmas que se dejan sentir por su carácter ostentoso y exagerado, para que quien las contemple sepa que se trata de un artista de gran personalidad.


Por ejemplo, ahora el autor rompe un papelito tras otro, porque no le convence ninguna de sus firmas, todas ellas le parecen endebles, mediocres, poco representativas de su creatividad. Hasta que de improviso, da por fin con una poderosa, digna de su nombre y obra. Es tan perfecta que la enviará sola, ocupando enteramente la superficie vacía de la hoja. No habrá carta, no escribirá absolutamente nada, tan sólo su firma será suficiente, ya que cualquier crítico se dará cuenta enseguida que tiene ante sí un pedazo de artista como la copa de un pino, sólo un genio firmaría de aquel modo tan desenfadado y desinhibido.

Tal vez - piensa- no sea necesario enviar de momento el libro, ya que en cuanto reciba la firma, el crítico en cuestión me llamará interesándose, solicitando información sobre el autor de la misma.

Así que alborozado a más no poder, se le ocurre que no sería mala idea enviarla también a otros críticos de la ciudad. Copia el inmenso garabato en varias hojitas color crema, las mete en sobres del mismo color, y las echa al correo. Luego espera pacientemente por espacio de cinco semanas la respuesta, pero ni un solo crítico le llama o le escribe. Sin embargo, el autor lejos de entristecerse, interpreta ese silencio de un modo optimista: sin duda alguna ha dejado a todos los críticos boquiabiertos, sin palabras. Y a estas hora, incapaces de hacer otra cosa, contemplan y contemplan su genial firma.

No le cabe ninguna duda, no tardarán en interesarse por él , y entonces será hermoso enviarles su libro de poemas dedicado, y tras ello vendrá luego, imparable, la merecida fama.

En esta espera pasan los meses y los años, la respuesta no llega. Pero un artista de su categoría no desespera, al contrario, se dedica con más fervor a su ya único y exclusivo oficio, día y noche ensaya nuevas firmas, las tiene de todas clases, aristadas, volátiles, curvilíneas, de ala de mosca, en espiral etc, etc. Paulatinamente las va enviando a todos los críticos de la ciudad. Con el tiempo se hace especialista en firmas raras, la noticia se difunde, y el resto de los autores acuden a él para que firme del modo más rocambolesco posible sus misivas a los críticos.

Su vida transcurre así en un frenesí, en un torbellino de firmas propias y ajenas, hasta el punto, que ya muy anciano desconoce por completo cuál es en realidad su verdadera firma. Sucede que hay días en los que cuando obligadamente ha de firmar algún documento, algún recibo, se queda unos segundos en suspenso, como lelo, imaginando cuál de los miles de garabatos que saltan bulliciosos en el interior de su cabeza será el que le corresponde, y como no lo sabe, plasma despreocupadamente uno cualquiera.

Es feliz, se considera a sí mismo un artista descomunal, un poeta mundial. Cuando muere, el colectivo de literatos de la localidad propone a la Iglesia de Roma, que en su memoria se instituya la festividad de San Firmante como patrono de todos los artistas. Lamentablemente, no se tienen noticias de que Roma haya aceptado.

© Julia Otxoa


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