Mi Sherpa preferido: JULIO CORTAZAR. A VUELTAS CON OCTAEDRO por Artur Montfort
Ocho relatos tenía un libro.
De ahí el título, claro. Octaedro fue publicado en 1974 y tuve la suerte de leerlo ese mismo año, el mismo en que mataron a Puig Antich. Yo estaba haciendo la mili, sirviendo a la patria o haciendo surfing (como prefieran) para aquella panda de okupas tristes y sarnosos. Y digo okupas porque se inventaron la patria y encima la ocuparon sin pedir permiso.
En las horas muertas, además, pensaba qué diablos haría cuando fuera mayor,
(ya saben, muchos compañeros de litera "agotaban" sus últimos meses de "libertad" antes del regreso al reality show del casorio, las horas extras para pagar el piso, la boda, el coche, los hijos y demás. Y es curioso, porque hablaban de ello con cierta pesadumbre pero, por otra parte, no se imaginaban otra vida que no fuera precisamente esa. Yo, sintiéndome absurdamente libre de tale riesgos parecía algo así como una mezcla del recluta baboso y del recluta bufón, y hasta tenía un sargento cabrón, como en La chaqueta metálica, de Kubrick)
chupatintas o avanzadilla de la contracultura, licenciado en Historia o en Filología, deudo de mis padres o comunero al por mayor, y así, oscilaba en el péndulo de mis dudas mientras leía Rayuela a zancadas, como dicen que andaba Julio. Escribe Omar Prego en su imprescindible testimonio de Julio Cortazar, La fascinación de las palabras: "Era exactamente igual a las fotografías: desmesuradamente alto, huesudo, desgarbado, y parecía caminar con el permanente temor a resbalarse."
A los veintipocos años, el que más y el que menos andaba necesitado de un Sherpa para escalar el Himalaya, para viajar al interior de uno mismo y, por supuesto, para redescubrir el nombre de las cosas, su naturaleza caótica: en definitiva, que nada era como nos lo habían contado, más bien al revés
Mi Sherpa, mi guía, mi hacedor iniciático fue Cortazar. Aterrizó en mi planeta de pipis y cacas y me susurró al oído: nada es lo que parece. Eso que tanto te inquieta, pibe, no son precisamente los agujeros negros del espacio, por los que tanto se preocupan los científicos. No has de llegar tan lejos, los tienes aquí, en la vida corriente y moliente. En la puerta, en la cama: agujeros. En la mano, en el diario, en el tiempo en el aire: todo lleno de agujeros, todo esponja, todo como un colador colándose a sí mismo. Johnny Carter, el protagonista de El perseguidor, el relato más importante de Las armas secretas (1964), el alter ego de Charlie Parker, el saxofonista, estaba metido de lleno en uno de estos agujeros que yo perseguía y por los que, de otro lado, era perseguido. En pleno colapso creativo, Johnny soltó entonces esa frase que en su momento nos cautivó: Esto lo estoy tocando mañana.
Octaedro llegó a mis manos antes que Bestiario (1951), el otro gran libro de cuentos de J.C. (y ya llevamos tres), muy anterior en el tiempo. Quizás por eso, porque fue el primero y, como le ocurriera a Pessoa (mi sensibilidad para lo nuevo es angustiosa, tengo calma sólo donde ya he estado), es mi libro de cuentos preferido de J.C., afirmación siempre temeraria pensando como pienso que lo mejor, lo más redondo del creador de Rayuela son los relatos. Casi todos.
Podría repetir la "boutade" de Picasso - le dijo Cortazar a Ernesto González Bermejo en una entrevista - "yo no busco, encuentro". Yo encontré al cuento.
Y yo encontré a mi Sherpa. Se llamaba Julio Cortazar y era medio argentino y medio parisino. Juntos leímos Rayuela y Octaedro en los lavabos del Campamento C.I.R. 14 de Palma de Mallorca, a escondidas del soldado imaginaria de turno. Leíamos cosas como ésta: Cuántas veces me pregunto si esto no es más que escritura, en un tiempo en que corremos al engaño entre ecuaciones infantiles y máquinas de conformismos. Pero preguntarse si sabremos encontrar el otro lado de la costumbre o si más vale dejarse llevar por su alegre cibernética, ¿no será otra vez literatura?
Mi Sherpa me guió por las rutas que sólo admiten a los menores de 25 años. Ya lo dijo Joseph Conrad, en El joven capitán: Vivir más allá de sus días, en esa magnífica continuidad de esperanza que ignora toda pausa y toda introspección, es el privilegio de la primera juventud.
El recluta bufón daba saltos sobre su litera y subrayaba frases y más frases como un poseso mientras el cabo de guardia ordenaba su confinamiento en el calabozo por alteración del orden público con alevosía y nocturnidad, pero, sobre todo, por no llegar en punto a su servicio de Mecanógrafo de guardia. Pero AHÍ TE QUIERO VER, pensaba yo mientras devoraba un librito de 8 cuentos titulado Octaedro que me había regalado mi amigo Pere López, alías Nubo, que "rubricaba" por entonces Pere 74. Firmó así y no transcribo la dedicatoria por pudor, ya que era un alegato de Joven Capitán que debe quedar entre nosotros.
Octaedro. Sí. Ahí están esas historias que los cronopios nunca olvidaremos. Como Liliana llorando. Como Verano. Como Lugar llamado Kindberg. En su lectura comprobamos, una vez más, que en Cortazar el impacto de lo extraño y paradójico se instala en el lector no tanto a partir de los hechos que se suceden, por extravagantes que éstos parezcan, sino en la actitud que sus personajes adoptan, de absoluto acatamiento, cuando no de complicidad, ante el hecho aparentemente inverosímil que se les viene encima. En ningún momento se les ocurre esgrimir la razón para contrarrestar lo fantástico. Y cuando lo hacen todavía es peor. Al contrario, acatan las reglas del juego y es ese acatamiento lo que instala el vértigo de lo fantástico en el cuento, lo que hace que uno y otro (lo irreal y lo tangible) se (con)fundan hasta inquietarnos.
Y por otra parte, muchas veces es como si el proceso y desenlace de ese juego tortuoso, cuya respuesta parecen buscar con ahínco, los personajes de los cuentos de Julio Cortazar lo hayan conocido desde siempre.
En otro de esos ocho cuentos, el titulado Manuscrito hallado en el bolsillo (por cierto, BINGO al que descubra el porqué de tan extraño título), el protagonista es un perseguidor, un "habitante" del metro parisino, el desconocido de ahí abajo, que un día sí y otro también "elige" a una mujer entre todas: aquellas que con el simple hechizo de su presencia logran subyugarle desde su reflejo en la ventanilla del vagón. La "libre elección" tiene como contrapartida el acatamiento a unas reglas que el propio protagonista se ha impuesto, sabedor, cómo no, de que sin reglas no hay juego, no hay partida y, en definitiva, tampoco merecimiento. Estas reglas le obligan a seguir a esa mujer por una ruta de líneas, enlaces y transbordos. Sólo si su destino, el de la elegida, es coincidente con el que él se ha prefijado merecerá el encuentro. Julio lo explica así: "La regla del juego era esa, una sonrisa en el cristal de la ventanilla y el derecho de seguir a una mujer y esperar desesperadamente que su combinación coincidiera con la decidida por mí antes de cada viaje".
Como ustedes comprenderán, si han conseguido librarse, aunque sólo sea por un momento, de los prejuicios de la razón, la cosa no es nada fácil. Más bien difícil. Aunque apasionante: "Entonces empezaba el combate en el pozo, las arañas en el estómago, la espera con su péndulo de estación en estación".
Por eso mismo, por la dificultad del combate, de sus sucesivas derrotas, nuestro desconocido de ahí abajo rompe finalmente sus propias normas y cuando Ana, como tantas otras antes que ella, está a punto de escaparse, de "abandonarle": de bajar en la estación equivocada, de coger el transbordo erróneo, de girar a la izquierda cuando debía hacerlo a la derecha, y justo cuando "en el último momento de la ceremonia el juego estaba perdido si Ana tomaba la combinación de la Ligne de Sceaux o salía directamente a la calle", apresura su paso, se pone a su lado, y cuando ella, sorprendida, gira su rostro, él le dice, presa de súbita agitación: no puede ser que nos separemos así antes de habernos encontrado.
Bien... Por supuesto, no pienso contarles lo que sucedió a partir de ese instante. Deberán buscar el libro y hurgar en sus páginas, procurando no perder el equilibrio. Sólo puedo aventurar que si acaso fuera cierto que existe la belleza deberán empezar a buscarla. Y no se engañen, sólo sabrán que la han hallado cuando un escalofrío les advierta de que algo ha pasado, que ya no son los mismos, que la vuelta atrás es imposible. Claro que también puede pasar que, hartos de no encontrar nada, hartos y hartas de tanta Gioconda y Señoritas de Avignon, y de tanta aurora boreal y séptimo cielo; de tanto Albinoni y Furet; de tanto éxtasis convertido en lugar común y tanto paisaje roto; quizás, digo, empiecen a impacientarse. Miren, hasta puede pasar que se desesperen y cometan alguna temeridad. Eso espero al menos.
©
Barcelona, 2003

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