Le seguí como buenamente pude. La cosa no fue todo lo fácil que les resulta a Gene Hakman y Cleen Eastwood. Es por ese motivo que casi atropello a tres transeúntes, amén de los cuatro semáforos que me pasé en rojo y el coche patrulla que tuve que despistar hábilmente, poniendo a prueba las ballestas de mi automóvil cuando me salté la mediana del cinturón, así que conseguí finalmente pegarme a su parachoques trasero, justo cuando llegábamos frente a un edificio de toldillos de listas blancas y azules donde un conserje de apariencias serviles le abrió la puerta con sus dos manos convertidas como por arte de magia en dos relucientes guantes blancos.
Eran cerca de las seis de la tarde y los árboles empezaban a agitarse con la brisa que precede a la noche. Obviamente, mi archivo secreto es una mierda. Si no me había avisado de algo tan elemental como que Antonia, aparte de mí, se cepillaba al cretino de Jorge Juan, vete a saber la de cosas que yo me había perdido. Decidí despedirle sin más, a mi archivo secreto, quiero decir. En eso fui implacable. Lo desconecté como al ordenador HAL (en la conocida película 2001 Una odiesa en el espacio. El computador en cuestión era un soberano Hijo de Puta. No se conformaba ni con los salarios de tramitación) Lo dejé con lo puesto. Sin compasión. Y luego me dediqué a contar los minutos (que, definitivamente, fueron eternos) mientras mi moral corría por los suelos, hasta que, con esa falsa euforia que sólo da una buena dosis de cocaína, hinchado de hombros, fondón, y con una sonrisa estúpida de portavoz parlamentario, apareció Jorge Juan de nuevo, si bien ahora por el portal del edificio. Aunque digámoslo todo, digamos también que su rostro cambió cuatro veces de registro en poco menos de quince segundos. Cara de victoria, estilo Churchill (nunca tantos debieron a tan pocos, es decir, a mí) cuando cruzaba el umbral del edificio; cara de extrañeza, cara de víctima de Hitchcock (ay, el esqueleto de la abuela) cuando me reconoció dentro de mi automóvil; cara de terror, finalmente, cuando le embestí de frente, con un golpe seco que lo aplastó contra la pared (a donde fue a parar para reventar, y teniendo en cuenta el impacto no era para menos) Y, finalmente, cara de idiota, la mejor de todas, la propiamente suya, cuando, convertido en un monigote de las Ramblas, inerte y quebrado, con la sangre manando rápida y espesa, me miraba sin acabar de verme, sus ojos abiertos como buscando un ascenso en el Purgatorio, justo cuando bajé del coche para escupirle en la cara, desoyendo, esta vez sí, y con plena consciencia, los múltiples, repetitivos y desesperados consejos de mi archivo secreto, lárgate ya, no seas loco, la bofia está al llegar, mi querido archivo secreto que, pertinaz e infatigable, se resistía a perder su empleo para siempre jamás.
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